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Antisemitismo: la verdad cara a cara

El jueves de hace dos semanas, cuando Jacques Chirac, desde ese sitio privilegiado de Chambon-sur-Lignon, pronunció un discurso alarmado sobre el antisemitismo, dio la sensación de que el presidente se encontraba en el centro de una revuelta intensa e íntima, ajena a toda estrategia política y anterior al "caso" RER. La referencia al antisemitismo no es nada extraña por parte de Jacques Chirac. Pero ahora, basándose en numerosos datos coincidentes y terriblemente preocupantes, Chirac considera que se ha traspasado un límite.

Más atento, al parecer, a las preocupaciones de Dominique de Villepin que a las advertencias de su predecesor, Chirac considera que se ha traspasado una "línea roja" y que se debe informar a la nación para movilizarla. Después de subrayar, con una firmeza poco habitual, el carácter personal de su empeño, el presidente reconoce que las disposiciones que va a tomar el Estado no servirán de nada sin el empuje de cada uno de nosotros. Porque la opinión pública se está volviendo demasiado indiferente. Y en eso hay que ser más claros. "Cada uno" quiere decir todos los que participan en la violencia antisemita cuando la atribuyen exclusivamente a la tragedia de Oriente Próximo.

Incluso aunque esa acusación fuera, en parte, coherente, la indiferencia o, peor aún, la "comprensión" serían criminales e irresponsables. Hoy es necesario afrontar la verdad cara a cara. Es cierto que podemos seguir la historia del sentimiento antisionista, ver cómo se transformó en reacción antiisraelí y, después, en manifestación de rechazo contra los judíos que se declaran defensores incondicionales de Israel. Es evidente que la solidaridad con los palestinos marca este itinerario. Ahora bien, la explicación debe detenerse en el momento en el que empieza la violencia. Cuando ese sentimiento desemboca en el antisemitismo racista y la violencia contra toda una comunidad, dicha violencia se vuelve insoportable, intolerable, inadmisible. Y todos los franceses, judíos, musulmanes, cristianos o de otras confesiones debemos oponernos a ella drásticamente.

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¿Quiénes son los violentos en cuestión? Son jóvenes, musulmanes, marginados, en paro, delincuentes, y no participan en ningún aspecto de la vida nacional del país en el que han nacido por casualidad, sin que nunca se haya pensado en hacer que se enorgullecieran de pertenecer a él. Su causa no es ni la Constitución europea, ni las 35 horas, ni el duelo entre Chirac y Sarkozy, ni el matrimonio homosexual. Es Palestina. Su vandalismo se alimenta del odio a los judíos. ¿Cómo han llegado a ese punto?

Los esfuerzos del actual ministro del Interior han reavivado la inquietud por el avance de las arengas racistas en lugares de culto en los que los imames extranjeros resultan imposibles de controlar. A veces, la alerta ha surgido gracias a la cooperación de los servicios de información y las fuerzas policiales de los tres Estados magrebíes. Las nuevas redes llamadas "islamistas" predican muy poco la violencia, y siempre de forma muy indirecta. Su pimer objetivo es oponerse a toda la "contaminación" de la democracia de los infieles. Pero la denuncia de Israel forma parte permanente de la cultura que difunden.

El ascenso del antisemitismo en el entorno denominado "violento" se alimenta de los efectos diarios del conflicto israelo-palestino en todos los componentes de la sociedad francesa. Su excepcional presencia en los medios de comunicación hace que el conflicto, convertido en judeo-árabe, esté presente y sea una obsesión en cada instante y en todos los ambientes. Hasta el punto de que, en el inconsciente colectivo, se termina por relacionar esa región de Oriente Próximo con el recuerdo de problemas insolubles, como el famoso "polvorín de los Balcanes" de tiempo atrás. Y se incluye en la lista de zonas salvajes en las que los protagonistas son todos lo mismo.

De hacer caso a los informativos, hay que creer que los jóvenes palestinos mueren y los jóvenes israelíes matan. Eso es lo que retiene una opinión pública saturada de noticias. Ahora bien, se piense lo que se piense de este conflicto -y el lector conoce, desde hace mucho, nuestras posiciones-, desde que la segunda Intifada convirtió la insurrección en una guerra larvada, sólo se puede hablar de una desproporción insoportable de las fuerzas presentes. Y repetir, una y otra vez -en una frase que seguramente debe de parecerles demasiado larga a nuestros comentaristas-, que, cuando Israel replica mediante bombardeos inconsiderados y devastadores, es como respuesta a un atentado suicida que ha causado x muertos, entre ellos niños.

Mi propósito no es juzgar, sino mostrar en qué se puede transformar una opinión pública y cómo es posible llevarla por los rumbos más peligrosos. A través de la imagen y el sonido, Israel está asociado ya a la ocupación y la represión. Y cada uno reacciona de una forma. Son muchos los judíos que piensan que estos rumbos mediáticos anuncian la vuelta del viejo antisemitismo. Y eso les acerca todavía más a un Israel que hoy está aislado y condenado -por supuesto, debido a la irresponsabilidad de sus dirigentes- en todas las instituciones internacionales.

Por otra parte, son muchos los musulmanes que no pueden aceptar gustosos la impotencia de los Estados árabes y la Unión Europea ante lo que consideran humillación de los palestinos. Están dispuestos a comprender que esa impaciencia, en ocasiones, puede hacer que los frustrados ejerzan la violencia. Pero otros, y no sólo musulmanes, exigen que seamos indulgentes con las crisis de violencia de quienes -a diferencia de los franceses- no tuvieron jamás ninguna responsabilidad sobre el genocidio de los judíos. Y aquí es donde el argumento se vuelve insensato. Por un lado, no sé por qué el hecho de no haber intervenido en un crimen puede autorizar a cometer un acto violento. Por otro, no podemos ni queremos olvidar que todos somos herederos de la nación francesa y su pasado. Yo asumo mi parte de culpa por la persecución de los protestantes y el trato dado a los habitantes de las colonias. Hay cosas que no se pueden decir ni hacer en un país que respete sus obligaciones en cuestión de recuerdos.

Todo el mundo debe saber, y el presidente debe recordarlo, que este país en el que han decidido vivir fieles de distintas confesiones, que deberían estar orgullosos de ser sus ciudadanos, tiene una historia. Y todo el mundo debe conocer, por ejemplo, la historia de esa región de Haute-Loire en la que la población protegió a miles de judíos durante la ocupación, y en la que decidió expresarse Jacques Chirac.

No se comprende nada. En otra época, una persona se incor

-poraba a una comunidad, como la escuela, el Ejército, las iglesias y los sindicatos, que formaba a los ciudadanos. Pero ha pasado mucho tiempo. Entonces, los ciudadanos de nuevo cuño no pensaban ni en destacar sus diferencias, ni en exigir al país de acogida que les enseñara su propia cultura, ni en ondear sus "identidades asesinas" y sus "raíces" de venganza, para emplear las palabras de Amin Maalouf. No había problemas sobre el velo o la mezcla en las piscinas, ni ninguna otra cosa de ésas.

La gran y arrogante innovación de ciertas minorías étnicas es el rechazo allegado de una nación cuyo futuro pretenden transformar. Desde luego, algunos tienen razón en negarse a que se hable de su "integración" en un país del que ya son hijos. Pero este rechazo tan respetable no tiene el mismo sentido cuando lo expresan los soldados de un proyecto religioso. Si estos últimos no quieren que nos preguntemos cómo se han integrado o no en un pasado nacional es porque desean contribuir a la construcción de un futuro en el que predominen sus valores.

La numerosa, pacífica e industriosa comunidad musulmana de Fancia tiene motivos de preocupación que no hay que considerar secundarios. Tiene el problema de que, sobre todo desde el 11 de septiembre de 2001, tanto los franceses como los turistas la asocien con el terrorismo. Padece un racismo de rechazo muy discriminatorio, aunque rara vez violento. La verdad es que sus dirigentes son perfectamente conscientes de que los intereses de los musulmanes de Francia son idénticos a los de los franceses judíos. Como decía un médico argelino de mi infancia, no hay nada más parecido a un antisemita que un anti-árabe. Unos y otros tienen que afrontar una realidad temible por lo pasional, que sirve de vehículo a unos mitos opuestos desde hace siglos. Pero, así como los nuevos reformadores del islam consideran que Francia es una oportunidad para poner en práctica sus osadías, la sociedad francesa debería generar puntos de vista comunes para Oriente Próximo.

[En cualquier caso, por ahora, la sociedad francesa está encerrada en una trampa].

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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