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Columna
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Votar por Leibniz o por Descartes

Andrés Ortega

Tras el anuncio del presidente francés, Jacques Chirac, al menos tres Estados grandes -Francia, Reino Unido y España-, y otros más pequeños, se han comprometido a realizar referendos sobre la Constitución Europea. Los resultados no están garantizados de antemano. Europa se ha convertido en un objeto de discordia interna en los sistemas políticos y en las sociedades. Desde el punto de vista democrático, no es malo que así sea, pues hemos avanzado todos estos años sin debate suficiente sobre este proceso de integración. Pero hay nubarrones en el horizonte. Ninguno de estos países podría permitirse un segundo referendo si triunfara el no en el primer intento. Y el proyecto colapsaría totalmente si un país central, como Francia, lo rechazara.

Faltan definiciones para este debate. Se tiende a abusar del término euroescéptico para definir a la vez a los que se oponen a esta Constitución por parecerles excesiva (como los conservadores o el Partido de la Independencia británicos que tanto éxito han tenido en las elecciones a la Eurocámara) y a los que consideran que no ha ido suficientemente lejos, ya sea en lo social, en las lenguas oficiales, en lo militar, en lo religioso o en lo laico, o en otros aspectos, es decir, a los euroinsatisfechos de diversa índole que quieren más u otra integración. A estos últimos cabría calificarles de altereuropeístas.

En general, los europeístas a secas saben que la UE avanza paso a paso. Las divergencias se dan no sólo entre partidos, sino en su seno, ya se trate de los laboristas británicos, de los socialistas franceses, de la mayoría presidencial de Chirac o del propio Movimiento Europeo. La actitud ante Europa se convierte así en ideología transversal, lo que no debe extrañar dado que casi todos los aspectos de las decisiones públicas en nuestros países tienen ya una dimensión europea. Pero estos referendos pueden precipitar coaliciones nacionales (por no hablar de movimientos cívicos diversos) de euroescépticos, de euroinsatisfechos y de altereuropeístas que, por razones opuestas, acaben propiciando el no.

En España, donde la integración europea había sido parte del consenso nacional hasta el giro escenificado por José María Aznar ante la guerra de Irak, la situación no está nada clara, y también podría llegar a configurarse una amalgama negativa. Las posiciones entre los partidos vascos no están cantadas. Entre los nacionalistas catalanes tampoco. Ni en una parte de la izquierda, que puede querer encontrar en una posición crítica su plataforma perdida. Pero el problema más grave lo tiene el Partido Popular en su seno, con el riesgo de cometer el mismo error que con el referéndum de la OTAN (celebrado el 12 de marzo de 1986), en el que la abstención propugnada acabó con el liderazgo de Manuel Fraga. En principio, Mariano Rajoy ha declarado su apoyo al referéndum y al sí, a pesar de no estar de acuerdo con el pacto institucional que José Luis Rodríguez Zapatero ha cerrado en Bruselas. Pero en el PP hay un sector neoconservador que propugna distanciarse del PSOE y del Gobierno ante este referéndum. De lo que nuestros neocons no se percatan es de que no son norteamericanos, sino europeos. Es decir, que no están en la cabina de mando del Imperio sino que viven desde unas provincias que, si acaso, buscan autonomía.

Sería una distorsión que, aquí y allí, estos referendos sobre la Constitución Europea acabaran derivando en plebiscitos sobre los gobernantes, llámense Chirac, Blair o Zapatero. Europa se merecería una decisión propia. Claro que antes habría que explicar lo que hay en juego con esta Constitución. El mundo físico era para Descartes la res extensa, y la física, geometría. Leibniz puso la idea de fuerza en primer plano y convirtió la física de estática en dinámica. De la res extensa se pasó a la vis o fuerza como idea del mundo. Vale para Europa y sus futuros pues habrá que optar por la Europa de Descartes o por la de Leibniz. Ante esta elección, uno se decanta por Leibniz. Cuestión de principios.

aortega@elpais.es

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