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La Europa que necesitamos

El semestre de la Presidencia Irlandesa ha sido más fructífero de lo esperado. Pareciera que la incorporación de Irlanda a los países relevantes en la sociedad de la información tiene efectos positivos en el ámbito de la gestión de la cosa pública.

Se aprobó la llamada Constitución Europea, con un debate sobre el reparto del poder al que se le daba una importancia desmesurada y, a mi juicio, injustificada. Se acordó el nombramiento de presidente de la Comisión, tras un escarceo poco edificante sobre las propuestas planteadas, y se acordó el nombramiento de ministro de Asuntos Exteriores de la UE, sobre el que no hubo dudas personales apreciando la trayectoria de Javier Solana.

¿En qué contexto se produce este cúmulo de decisiones importantes para el futuro de la construcción de Europa?

Diez países más integran esa realidad viva de la Unión Europea, dando al conjunto un perfil que se aproxima al definitivo y convirtiéndola en un espacio público compartido que incluye a casi todos los ciudadanos que tienen derecho a sentirse europeos (faltan algunos rezagados), superando divisiones tan forzadas y dramáticas como artificiales.

Es el símbolo de la liquidación de un terrible siglo XX de guerras fratricidas y barreras de separación. Pero hasta ahora no es más que eso, con ser mucho, porque los países de la ampliación no parecen sentir el entusiasmo que se vivía en España en el momento de la incorporación a la entonces llamada Comunidad Europea. Esto nos debería hacer pensar en la necesidad de explicar a todos los ciudadanos de la UE el sentido de lo que hacemos. La ratificación de la Constitución corre un grave peligro.

¡Y queda por resolver el problema más complejo de la ampliación: el caso de Turquía!

Pero si queremos motivar a los europeos-europeístas, tendremos que dar respuestas claras a preguntas vigentes que no la tienen. Discutimos sobre el reparto del poder europeo, pero ¿hemos definido ese poder? Conocemos el actual, producto de un largo proceso nacido del deseo de superar los horrores de las guerras europeas (mundiales) del siglo XX, a través de una acumulación de funciones que no conforman un poder europeo relevante para los propios ciudadanos y para el resto del mundo, aunque incida en la vida diaria. Naturalmente, deberíamos excluir de esta consideración cuestiones tan decisivas como el euro y el mercado interior sin fronteras.

En el debate sobre el Tratado de la Unión, a finales de los años 80, se planteó el principio de subsidiariedad para revisar esas funciones, pero se discutió poco sobre la configuración de un poder europeo que se correspondiera, internacionalmente, con la potencia económica que emergía. Además, el mundo ha cambiado radicalmente, no sólo como consecuencia de la revolución tecnológica, sino por la desaparición de la política de bloques.

Es imprescindible preguntarse si el poder europeo -la soberanía que compartimos- ¿es suficiente y adecuado para enfrentar los desafíos internos y externos que tenemos por delante? ¿Disponemos de un poder europeo relevante en un escenario mundial nuevo, el de la globalización, convulsionado por la crisis de seguridad, por los problemas energéticos, por la magnitud de los flujos migratorios o por la revolución tecnológica en curso?

En las actuales funciones que hemos puesto en común, creo que no disponemos de ese poder. Disponemos de un poder reglamentario complicado y difícil de entender para los ciudadanos, aunque sea importante para la vida cotidiana, pero que excluye los elementos decisivos del poder relevante que necesitamos: en política exterior y de seguridad, en política energética y tecnológica, en los nuevos conceptos que definan la cohesión del conjunto.

Además, el proceso decisorio es tan lento que llega tarde -casi siempre-, contrastando con la velocidad que imprime a nuestra vida la revolución de la comunicación. Imaginen lo que significará añadir a esa lentitud para decidir diez Estados más y, si avanza la propuesta, ciento cincuenta regiones. Aunque nadie quiera decirlo, al menos hay que considerarlo.

Y todo este desarrollo tiene lugar, como les decía, en medio de una crisis internacional de seguridad provocada por amenazas reales como el terrorismo internacional y la proliferación de armas de destrucción masiva. Crisis agravada porque ha sido mal enfrentada por la Administración de EE UU, y algunos asociados, con decisiones unilaterales y una guerra preventiva, sin fundamentos en la legalidad internacional ni en las causas alegadas para decidirla.

Irak y toda la región constituyen hoy un foco de tensión internacional mucho mayor que hace dos años. Arabia Saudí, Pakistán y otros países han entrado en la vorágine del terrorismo internacional y perdido estabilidad relativa. Israel descarriló de la hoja de ruta con que se pretendía recuperar la senda de la paz y el conflicto continúa, como siempre, en el epicentro de todas las turbulencias de la región. Todo el conjunto civilizatorio ligado al islam está convulsionado, sean árabes o no árabes, con las imágenes de Irak o de los territorios ocupados de Palestina.

¿Qué significa el poder europeo frente a esta situación? Una gran potencia económica y comercial sin recursos para influir en un proceso como éste. No basta con tener razón, aunque la tengamos a veces, si esta razón no pesa en el desarrollo de los acontecimientos.

La crisis de seguridad tiene, además, un trasfondo energético que nos va colocando ante el escenario cada vez más cercano de una oferta insuficiente para atender a una demanda mundial creciente de energías no renovables. No es extraño que el terrorismo internacional pretenda atacar ese flanco ultrasensible para todos. Asesinar indiscriminadamente, por un lado, y destruir fuentes de suministro energético, por otro, es un cóctel que se nos va a estar sirviendo durante mucho tiempo.

Y conviene salir de la confusión que sitúa el problema energético casi exclusivamente en el Occidente desarrollado, cuando lo cierto, hoy, es que el incremento de la demanda procede, ¡por fortuna!, de los países emergentes. Particularmente de China y de la India, que conforman la mitad de los seres humanos que quieren incorporarse al desarrollo.

De nuevo cabe preguntarse ¿en qué incide el poder de la UE para reordenar este escenario?

Si quisiéramos ver el cuadro completo, habría que situar nuestra coyuntura europea en la dinámica de una revolución tecnológica sin precedentes que permite la comunicación entre los seres humanos sin las barreras del tiempo y del espacio, que altera los sistemas de producción de bienes yservicios, que facilita y estimula los flujos migratorios hacia Europa, que deslocaliza inversiones, que apura los sistemas de protección social en nuestra sociedad envejecida, sin que seamos capaces de responder adecuadamente.

¿Cómo podemos enfrentar, con eficacia, esos desafíos? ¿Tiene algo que ver nuestro debate con la naturaleza y dimensión de los retos?

En la primera aproximación deberíamos decidir si para enfrentarlos estaríamos mejor preparados actuando en orden disperso, amparados por falsos discursos nacionalistas, o nos vendría mejor -incluso sería imprescindible- sumar esfuerzos, unir, compartir soberanía; es decir avanzar en la definición de un poder europeo relevante.

Tenemos un mercado interior sin fronteras, pero no hemos sido capaces de integrar una política energética común, que nos daría mucha mayor capacidad de respuesta a los desafíos actuales, incluyendo el uso del euro en las transacciones, además de la utilización optimizada de los recursos disponibles y la investigación conjunta de nuevas energías.

Tenemos un mercado interior y unas políticas de cohesión pero seguimos sin poner en común una política de I+D+i (Investigación+Desarrollo+innovación), que nos permita avanzar competitivamente en el marco de la revolución tecnológica en curso, recuperando el retraso en relación con EE UU y difundiendo al conjunto de los países de la Unión los resultados de este esfuerzo. Esta visión de mercado interior debería estar presente en la definición del audiovisual y de la comunicación a través de internet. Esa sería la verdadera política de cohesión para el nuevo siglo.

Para hacer estas tareas que se desarrollarán en un mundo cada vez más interdependiente, la UE tiene que ir poniendo en común su política exterior y de seguridad. De lo contrario será, cada día más, no una Europa Fortaleza, sino una Europa Irrelevante. Más grande, con más habitantes, pero sin contar en el escenario de la globalización.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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