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EUROPA MARCHA ATRÁS / 1
Columna
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El malentendido de la ampliación

Cuatro hechos mayores han confirmado el triunfo de la Europa de los Estados, que anuncié en mi columna el 14 de junio de 2003, y que ha provocado la involución, seguramente irreversible de la Europa política. La ampliación de la Unión Europea a 25 pronto 27/30 miembros; la adopción por los gobiernos del proyecto de Tratado constitucional; el desarrollo de las últimas elecciones al Parlamento Europeo y la designación del presidente de la Comisión han perfeccionado el proceso de transformación de una unión política, marco de la Europa de los ciudadanos, en un espacio económico, cuyos actores principales son las grandes empresas y los Estados que funcionan como su soporte jurídico-institucional. La incorporación de los países de la Europa central y oriental y de los que quedaban colgando en la del sur al proceso de integración europea era una exigencia histórica, un imperativo ético-político y una necesidad geoestratégica. Lo que no era ni podía ser es lo que ha sido, pretexto permanente durante más de 10 años para las proclamaciones oportunistas y demagógicas de solidaridad con esos países por parte de los gobiernos y de los líderes políticos europeos. No ha habido ni un solo dirigente occidental, que en su visita a Praga, Varsovia, Budapest, Vilnius, Bratislava, etcétera, no declamara en sus plazas y en sus medios de comunicación: "Es inadmisible que ustedes que son tan europeos como nosotros no estén ya en la Unión". Claro que a estas soflamas públicas seguía inmediatamente el penoso proceso de las adaptaciones técnicas y presupuestarias, el difícil costo para los candidatos de asumir el acervo comunitario, el balance de pérdidas y ganancias que la ampliación suponía para cada uno de los Estados miembros, lo que practicado desde la aséptica distancia de la burocracia bruselense y con la inevitable arrogancia de los que están dentro para con los que están fuera tenía que traducirse en un sentimiento de humillante frustración. Porque además nadie preguntaba a los aspirantes qué Europa querían, qué nuevas propuestas formulaban, qué cambios de rumbo proponían, se les ofrecía simplemente la posibilidad de tomar o dejar un paquete cerrado que era intocable.

Todo esto ocurría además en el marco de un malentendido estructural, que no era cuestión de personas, sino que se derivaba de determinaciones históricas que creaban un foso difícilmente salvable entre las élites políticas del Centro-Este y las del Oeste. Los más de 40 años de dominación soviética y de régimen comunista y el papel de Estados Unidos en la lucha contra ambas tenía que constituir a los nuevos países en aliados incondicionales de Norteamérica. La opresión totalitaria sufrida los empujaba al alineamiento entusiasta en las cruzadas por la libertad, fueran éstas en los Balcanes o en Oriente Medio. Las figuras más emblemáticas de la lucha contra el imperio soviético bascularon en favor del imperio americano: Václav Havel firmó la Carta de los Ocho, Adam Michnik convirtió a Gazeta en una plataforma atlantista, y, por otra parte, los viejos aparatchiks del sovietismo se apuntaron fervorosamente al mesianismo democrático. Jacques Rupnik, un gran experto checo que enseña en París, nos ha explicado en La otra Europa (Odile Jacob, 1990) y en Europa ampliada (Éditions Autrement, 2004) que la vocación euroatlántica de esa parte de Europa responde a la necesidad de seguridad defensiva y al culto a la libertad que según ellos sólo Norteamérica ofrece actualmente. Razones que hacían inevitable que se alistasen en las guerras de Bush y que hicieran de la OTAN su primera opción. Rupnik comenta la emoción de la cumbre de la Alianza Atlántica en noviembre de 2002 en Praga cuando estos países accedieron a ella y la compara con las frialdades y reticencias con que se incorporaron a la Unión Europea -en el momento de ratificar la adhesión cas el 50% se abstuvieron y en las primeras elecciones al Parlamento Europeo la participación apenas llegó al 30%-. Es evidente que para los países que Rumsfeld ha llamado la Nueva Europa la Unión Europea es un ámbito económico propio del software, pero que el hard power, el de la política de la guerra y la paz sólo puede confiarse a los EE UU / OTAN. ¿Cómo puede pensarse en esas condiciones en una política extranjera y de seguridad común en la Europa ampliada? ¿Era inevitable hacer tan mal las cosas? O bien ¿se utilizó la ampliación para enterrar definitivamente a la Europa política?

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