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LA FUERZA INDÓMITA DE UN ACTOR
Columna
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El rostro del último medio siglo

Lo recordaremos siempre, sólido y macizo, despectivo y silencioso, con el antebrazo desnudo y los bíceps marcados bajo la camiseta ajustada y sexualizada, de manga corta, en el obrero Stanley Kowalski, polaco, en una Norteamérica turbulenta y apasionada, de la mano de Elia Kazan, con todos los triunfos en la mano, que lo acabaría considerando "el mejor actor del mundo" y que haría de él su imagen fetiche en una sucesión de películas y grandes interpretaciones que lo convertirían de la noche a la mañana en la gran estrella que ya nunca dejaría de ser. Porque también lo recordaremos, transformado en mexicano triste, como una máscara azteca, maquillado hasta los ojos, rudo y hermético, en un Emiliano Zapata (falso, pero no fue suya la culpa) simbólico y peleón, humilde analfabeto y enamorado hasta los huesos. Y en La ley del silencio, en esquirol subnormal, testarudo y crédulo, amante de las palomas y héroe de la delación, víctima de los manejos sucios del mismo Kazan, que tenía mucho que justificarse con aquel traidor de clase. Lo recordaremos también en su primera deslumbrante aparición, Hombres (1950), de Zinnemann, de un furor conciso, en inválido desesperado que humanizaba hasta los radios de su silla de ruedas.

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Creó un personaje que se imponía a la variedad de sus roles, con la fuerza contenida de su personalidad original, con la engañosa austeridad de sus gestos, el equilibrio de su complexión física y las tres famosas miradas oblicuas, que harían escuela y representarían su marca de fábrica y recurso fácil y espúreo de malos actores. Nació ya hecho; venía de los escenarios de Broadway y de un largo aprendizaje profesional, salido de las manos del Actor's Studio de Lee Strasberg y el mismo Kazan, su primer valedor, y llegaría a ser la encarnación perfecta de los principios del método de Constantin Stanislavski, después de haber pasado por el Group Theater, cruzado de preocupaciones sociales y de indagaciones psicoanalíticas. Su prestancia corporal, no muy alto pero muy fuerte, era llamativa, antes de degradarse en la corruptora flacidez y en la consentidora obesidad prematura del truculento padrino de Coppola, con su frente de carnero, su nariz de boxeador y sus ojos retraídos, entre desconfiados e inteligentes, en una retaguardia de fuego y de silencio, con su perfil clásico de medalla antigua que tanto juego le daría en su Augusto, del Julio César de Mankiewicz, y hasta en el Napoleón, como sueño de todos los grandes intérpretes masculinos, en la Desirée de Henry Coster.

La sensualidad de su boca, manejada a cuentagotas, no incluía la sonrisa, impropia de su personaje atormentado. Siempre frenaba sus posibles excesos, que le tentaban como una facilidad; pero cultivaba una ternura soterrada en su imperturbabilidad de ídolo, de su "mutismo agresivo", versión inquietante de la neurosis moderna, de la que fue dando múltiples versiones a lo largo de su carrera. En consecuencia, sus intentos de comedia, a los que se prestó para salir del encasillamiento de su personaje, fueron su punto débil, su talón de Aquiles; aquello no funcionó, a pesar de sus esfuerzos y de su talento de actor creador. Su lado bueno requería el drama. Que no estaba la Magdalena para tafetanes. Fue el sexo arañado de un obrero emigrante, el revolucionario vencido, el proletario engañado, el joven desclasado de la moto y la cazadora de cuero en busca de una satisfacción y de una libertad imposibles, el ahijado solitario frente a la historia opaca, el oficial nazi a vueltas con su conciencia, el inglés elegante en un barco en rebelión y el padrino de una Mafia espectacular, de fonética grumosa, sombras cómplices y crueldades consentidas. Fue todo lo que podemos espigar de las contradicciones del último medio siglo, vertebrado en su rostro hermético, en su estilización estoica, en su ternurismo interiorizado hasta el ocultamiento, en su violencia asumida y en su humanismo a contrapelo. Sus tragedias personales nos importan menos que el valor de su personaje, la carne vulnerable, la inocencia inútil, el nuevo Prometeo encadenado.

La revista francesa Positif publicó a toda página una foto suya que toleraba un rincón diminuto para una foto de James Dean, el falso ídolo de una juventud desorientada, con un único comentario que decía: "Las proporciones justas".

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