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Columna
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Iglesias

La generalización del fanatismo políticorreligioso procedente del inmenso espacio musulmán ha impedido observar con atención un curioso fenómeno estrictamente europeo: la reconversión posmoderna de los partidos políticos en una especie de iglesias que ocupan parcialmente el vacío dejado por la formidable secularización de nuestras sociedades. Cada vez más, en efecto, los partidos son percibidos no como portadores de una ideología o como defensores de unos intereses, sino como una identidad. Al menos por parte del núcleo duro de votantes de cada partido (segmento vital, pues se trata de una numerosa franja de fieles que nunca abandonan el barco y se movilizan con gran entusiasmo, especialmente ante la adversidad, tal como evidencia la respuesta de los votantes del PP en las europeas -y de ahí, precisamente, la fuerte impresión que ha producido en CiU el abandonismo de una parte de fieles pujolistas). Se trata de fieles en sentido literal: creyentes. Se adhieren a la causa por tradición familiar y se mantienen en ella por fidelidad a los ideales de su juventud. Incluso cuando rompen con ella, lo viven como un desgarro, como una apostasía. Sienten la causa de manera crítica o acrítica. Son o no son practicantes. Pero siempre son sentimentales. Entusiastas o decepcionados con el líder, huyen de las razones de los líderes contrarios como los creyentes huían de las razones del diablo. Como ya narró Dante, el miedo, el odio o la atracción del infierno (del contrario) tiene más gancho que la esperanza en el cielo o en la tierra prometida. La fe se confirma mejor en la negación que en la afirmación. Por eso, la fe política se vive mejor en contra que a favor. Contra Franco (contra Aznar, contra Pujol) vivíamos mejor.

El espacio gregario que llenaban las iglesias lo llenan en parte los partidos. Pero las iglesias siguen existiendo en Europa. En nuestro entorno mediterráneo, sigue pesando la católica: muchísimo más en Italia, naturalmente, que en Francia o España. En la republicana y laica Francia, el peso del catolicismo, que es todavía notable, debe su resistencia a la calidad (es decir, a la competitividad) intelectual de su oferta (en cualquiera de sus versiones: integrista, moderada o progresista) y al vigor militante de sus feligreses. Mientras que, en España, la lamparilla del sagrario se mantiene encendida por inercia histórica, por influencia institucional y por la fuerza de sus grupos de presión. Pero ya no por el ímpetu de la feligresía (más bien escaso); no por la oferta intelectual (muy pálida); no por su influencia mora (declinante).

La moral católica está siendo barrida, a pesar de los esfuerzos institucionales de la curialesca jerarquía española, por las morales a la carta que empezaron a tener predicamento a partir de los años sesenta. Consolidado en las sociedades occidentales el relativismo cultural, el sincretismo espiritual estetizante y la compulsiva búsqueda de satisfacciones inmediatas, poco espacio le queda a una iglesia como la católica, que defiende la superioridad de los valores y las costumbres sociales de la propia tradición, que persiste en la defensa de la moral sexual represiva y se niega a dar carta de naturaleza a los cambios que, sea en el papel de la mujer, sea en el de la libre opción sexual, la sociedad ya ha aceptado (al menos en el ámbito de las creencias públicas: lo que llamamos políticamente correcto). Poco espacio le queda a una iglesia que, por demás, y dejando a un lado el envejecimiento de sus estructuras y de sus sacerdotes, defiende sus difíciles posturas con las arcaicas armas de la hoja parroquial y el sermón dominical. De nada le sirven, ante las poderosísimas fábricas de creación de conductas en serie y de opinión moral del mundo moderno: la televisión y la publicidad.

En este contexto, la dificultad de la Iglesia española es mayor que la de la francesa y la italiana por una simple razón: la francesa, desde los lejanos tiempos de la Revolución, y la italiana, desde el Risorgimento, están acostumbradas a pelear intelectualmente para sobrevivir a los retos que plantea el laicismo. La Iglesia española tiene (exceptuado los trágicos años de la Guerra Civil) una nula tradición de combate intelectual y una feligresía que cuadra bien con la metáfora del rebaño, pero que está muy poco acostumbrada a enfrentarse proféticamente a las dificultades. La Iglesia se acostumbró a la sombra del poder. La tentación de restaurar esta sombra que ha tenido en los años de Aznar es muy lógica, forma parte de su historia; pero es inútil, como se está viendo, para enfrentarse a los vientos del presente.

Visitando los templos en sábado o en domingo, uno puede percibir a simple vista algo que los estudios sociológicos confirman, a saber: que en Madrid o en Valencia, el catolicismo es todavía visible, mientras que en Barcelona, en Cataluña, el catolicismo está casi en bancarrota. Los fieles han abandonado los viejos templos y ya sólo regresan para los funerales. Las iglesias sirven ahora para reclamo de turistas y refugio veraniego de melómanos. La debilidad de la institución se ha puesto en evidencia en la última crisis política: el nombramiento de obispos y la desmembración del Arzobispado de Barcelona. La crisis ha retratado cruelmente a los sectores llamados progresistas. Como obreros deslocalizados ante una multinacional distante, incapaces de encontrar respaldo (su grey es casi inexistente), los curas progresistas y catalanistas han defendido sus posturas en patética soledad: ante una curia que los ha menospreciado y ante una sociedad catalana que los ha contemplado con indiferente displicencia. La jerarquía vaticana, después de unos cuantos años de duda, parece haber tomado conciencia del agotamiento del modelo católico catalán y ha actuado sin complejos. La desaparición de la influencia de la Iglesia en Cataluña es un fenómeno tan rápido y general que produce perplejidad. Ni la tradición anticlerical ni el enorme envejecimiento de las estructuras eclesiásticas puede explicar un abandono tan formidable. Puede tener relación con la pérdida de peso específico de la identidad cultural catalana, perceptible también en otros muchos ámbitos. Más allá de los vaivenes de la política, esto empieza a parecerse mucho a una nueva Decadència.

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