Irak: la importancia de las formas
¿Quién duda que Sadam Husein ha sido un tirano de los de peor calaña de la historia reciente, un asesino despiadado, admirador consecuente de Hitler y de Stalin, un déspota cuyo única razón de Estado era la fuerza bruta y cuyas principales armas políticas eran la crueldad y el engaño? Nadie en su sano juicio puede defender a Sadam como estadista, aunque se le reconozcan algunos méritos, tales como la conversión de un Estado feudal en otro moderno y secular, donde la igualdad entre los sexos era sin duda la mayor en el mundo árabe y donde un Estado, rapaz y dictatorial sin duda, ejercía también unas ciertas funciones educativas y redistributivas. Un hombre capaz de gasear masivamente a sus ciudadanos y de desecar las marismas del sur del país para empobrecer y matar de hambre y a tiros a los habitantes de la zona era capaz también de celebrar su elevación a la presidencia fusilando sin formalidad de ningún tipo a casi la mitad de los dirigentes de su propio partido o de asesinar a traición a sus yernos, que habían huido con sus familias (hijas de Sadam incluidas) a Jordania para denunciar allí las tropelías de su suegro. Este caso realmente merece ser recordado. Al cabo de pocos días de la huida, Sadam envió emisarios a sus yernos diciendo que si volvían todo les sería perdonado. Absurdamente, ellos le creyeron, sin duda confiando en los lazos del parentesco. Nada más cruzar la frontera, los dos yernos, los padres de los nietos de Sadam, fueron detenidos y pasados por las armas, probablemente tras ser salvajemente torturados.
Un hombre así merece lo que le ha ocurrido, y probablemente más. Bush, Blair y Aznar no se cansaban de repetir que "el mundo es mejor sin Sadam". ¿Es esto un argumento válido para la guerra que el año pasado derrocó al monstruo? No, no lo es. Tiranos ha producido muchos la historia reciente, desde los generales de Birmania hasta los de Sudán, los dictadores de Cuba, Corea, China, Zimbabue, etc., que merecen lo mismo que Sadam; sin embargo, aunque se les condena, no se les invade. El error de la guerra de Irak, en una palabra, no fue de fondo, sino de forma.
A Sadam había varias formas de atacarle legítimamente: una de ellas era esperar a que cometiera una infracción flagrante de la Carta de la Naciones Unidas, como hizo en 1990 al invadir Kuwait. Entonces Bush padre tuvo la ocasión perfecta para derrocarle; no sólo estuvo su invasión bendecida por las Naciones Unidas, sino que el Ejército norteamericano estuvo apoyado por una verdadera coalición internacional. No lo hizo, seguramente por miedo a desestabilizar la zona y reforzar a Irán si Irak se hubiera dividido y hubiera aparecido un segundo Estado chií aliado de los persas. Si Bush hijo consideraba imperativo rematar la faena que no concluyó su padre hubiera podido darle visos de legalidad buscando de nuevo apoyo internacional para lograr que las Naciones Unidas fueran mucho más estrictas en la aplicación de las sanciones que impuso al régimen iraquí tras la primera guerra del Golfo, obligando a Sadam a desarmarse totalmente y sometiéndole a controles implacables que le hubieran humillado y desprestigiado a los ojos de sus ciudadanos y de sus vecinos. Con una mezcla de diplomacia y acoso, Sadam hubiera terminado por caer o provocar un conflicto que hubiera justificado su derrocamiento.
El tercer medio era algo en que la CIA se supone que es especialista: fomentar el descontento interno y preparar un golpe que derribara al tirano sin aparente intervención exterior. ¿Por qué no recurrió Bush a ninguno de estos medios que, aunque más lentos, hubieran logrado sus objetivos de manera más eficaz y duradera? Es difícil responder a esta pregunta con exactitud; debe haber varias razones simultáneas, pero la impaciencia, la arrogancia y la incompetencia figuran prominentemente entre ellas. Bush quería una segunda victoria militar tras Afganistán pensando que esto le aseguraría la reelección, al calor del espíritu vengativo y belicoso que se extendió en los Estados Unidos tras los atentados de las Torres Gemelas y el Pentágono. Por otra parte, la CIA lleva ya muchos años sumida en la incompetencia, en especial en el mundo árabe, y las dotes diplomáticas de Bush hijo brillan por su ausencia.
Por todas estas razones, una causa justa, el poner fin al régimen detestable de Sadam, se ha convertido en un sonado fracaso que ha hecho un daño quizá irreparable al derecho internacional y, desde luego, ha dañado seriamente al prestigio de Estados Unidos en el mundo. El desprecio por las formas ha convertido una empresa respetable, incluso admirable, en una aventura improvisada que, en último término, si ha beneficiado a alguien, ha sido precisamente a aquellos a quienes trataba de alcanzar indirectamente: Al Qaeda y el terrorismo internacional.
¿Quién duda que España ha hecho bien en abandonar esta empresa temeraria y lavarse las manos de un conflicto tan espinoso en el que una abrumadora mayoría del pueblo español no quería verse envuelto? En España, nadie, o muy pocos. Y sin embargo, en esta decisión loable los defectos de forma también empañan una resolución que hubiera resultado mucho más acertada si se hubiera cumplido con escrúpulo lo prometido. Lo prometido era que las tropas españolas abandonarían Irak el 30 de junio si para entonces no había en el país un mando multinacional con mandato de las Naciones Unidas, bajo cuyo control estuvieran nuestros soldados. Sin embargo, la vuelta de las tropas se decidió con dos meses y medio de antelación, antes de haberse reunido el Gobierno y las Cortes, antes incluso de que España tuviera, legalmente, ministro de Defensa. Es decir, lo prometido se cumplió en el fondo, no en la forma.
Podemos preguntarnos por qué se hizo esto así. Se nos dijo que no era verosímil que las Naciones Unidas asumieran la responsabilidad, razón muy poco convincente y que muchos consideran desmentidas por los hechos. Se dijo también que unas tropas en situación provisional podían perder moral y ser blanco de ataques, motivo más creíble pero que debió preverse antes de prometer la fecha del 30 de junio. Un motivo que no se dijo, pero que está en la mente de todos, es el electoral, el mismo que movió a Bush; para el Gobierno español la retirada inmediata ha sido una baza inmejorable en las elecciones europeas y los votantes españoles no han hecho grandes distingos en cuanto a plazos, como los norteamericanos tampoco se pararon a pensar que no había evidencia de colaboración entre Sadam y Bin Laden ni, pese a toda la fanfarria desplegada entonces, pruebas de armas de destrucción masiva. Y sin embargo, este desprecio por la forma puede costarnos caro a largo plazo. En primer lugar, porque hemos abandonado Irak sin siquiera haber guardado las apariencias de un esfuerzo por apoyar la cooperación internacional y el control de las Naciones Unidas utilizando la presencia de nuestras tropas como baza en la negociación. En segundo lugar, porque el reciente acercamiento entre Estados Unidos y Francia repentinamente nos puede dejar en una especie de fuera de juego diplomático. Y en tercer lugar, porque, gane quien gane las elecciones en Estados Unidos, esta decisión súbita nos ha colocado en una distante segunda fila (o quizá tercera) entre los aliados de la primera potencia mundial. Aquí, de nuevo, el respeto a las formas hubiera sido, a la larga, la política más efectiva, aunque electoralmente menos rentable.
Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.
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