Esperanza amenazada
Brasil es como un retrato de la civilización mundial a comienzos del siglo XXI. Tiene los mismos indicadores medios, sociales y económicos que el mundo, carga con la misma tragedia social y de desigualdad que el mundo, las mismas perversiones sociales de la civilización contemporánea y dispone de todos los recursos necesarios para construir una sociedad decente. Por eso, desde luego, la elección del presidente Lula trajo una nueva esperanza a la izquierda mundial. Creímos que sería posible formar un Gobierno comprometido con la responsabilidad fiscal, sin populismo, que retomase el crecimiento a través del empleo y se enfrentase con vigor a los problemas sociales. Una sociedad sin exclusión social, como debería ser en todo el mundo. Tras completarse más de un tercio de su mandato, ya no se tiene la misma sensación de esperanza, ni dentro ni fuera de Brasil. Todavía hay esperanza, pero está cargada de un sentimiento de duda, que si no fuera entendido con rapidez, lo que permitiría reorientar la política socioeconómica, provocaría una de las mayores frustraciones de la historia social.
Brasil y el mundo se preguntan qué ha funcionado mal en estos casi 18 meses del Gobierno de Lula. Una de las explicaciones puede residir en el origen del Partido de los Trabajadores (PT) y la formación ideológica del presidente Lula en los sindicatos de la industria del automóvil. El partido que sirvió de base para la victoria, con su mística, su combatividad y su organización, que demostró su competencia en la administración de municipios y Estados, encuentra dificultades para realizar una revolución gobernando para el pueblo; salir de la reivindicación corporativa para desarrollar un programa global de transformación social. El PT nació entre los trabajadores de la zona rica de Brasil, en la industria del automóvil, al lado de los trabajadores de las empresas estatales, con el asesoramiento de intelectuales de izquierda y de la Iglesia católica. Su origen es el de las reivindicaciones particulares para atender las demandas de los trabajadores del sector moderno de la economía y de las clases medias -no el de los cambios transformadores para atender las necesidades de los pobres-, sin un marco ideológico claro para definir el futuro deseado para Brasil en un mundo global. En un país donde el pueblo no come, no tiene colegios para los niños, ni transporte público de calidad, las bases del PT y sus electores se concentraban hasta 2002 entre los trabajadores del sector industrial moderno y los funcionarios públicos.
La izquierda que llegó al poder en Brasil con el presidente Lula está más comprometida con la evolución de la economía que con los cambios sociales, más con los profesores y médicos que con la educación y la sanidad. De ahí la perplejidad cuando el Gobierno asumió ampliar el poder adquisitivo de los trabajadores sin poder hacerlo en realidad: en el sector público, debido a la imposibilidad derivada del presupuesto federal, comprometido con la deuda y con los gastos vinculados a ella; en el sector privado, por la propia impotencia en fomentar el crecimiento económico y el crecimiento con aumento de empleo. Y sin una propuesta alternativa para Brasil como conjunto. Y lo que es todavía peor, al no conseguir aumentar el poder adquisitivo de los trabajadores del sector moderno de la economía, el Gobierno de Lula también se ha visto obligado -correctamente- a realizar reformas para retirar algunos privilegios, considerados como derechos de los trabajadores, como fue el caso de la reforma de las pensiones. Incapaz de atender a su base moderna, el Gobierno tampoco ha querido, ni ha sabido, reorientar su proyecto histórico para incorporar a los pobres excluidos; no ha sabido diseñar un proyecto que defina claramente un cambio en la mentalidad brasileña: el aumento de la demanda entre la parte adinerada para atender las necesidades de la población marginada; el crecimiento económico para el desarrollo sostenido. Y sigue sin decir qué legado desea dejar a las generaciones futuras.
A pesar de ello, el Gobierno cometió un error de cálculo al continuar con su antigua retórica de partido reivindicativo y transmite la imagen de ser incoherente y no cumplir sus compromisos. A diferencia de partidos europeos, como el PSOE o el Partido Laborista, el PT sólo cambió su discurso tras llegar al poder. El Gobierno carga con el peso del discurso de su época en la oposición. Esto se ve en los problemas que encuentra a diario en el Congreso, entre las propuestas que presenta y las comparaciones realizadas por la oposición con el discurso de hasta hace pocos meses atrás. Y provoca perplejidad entre sus electores, su base de apoyo, e incluso entre los militantes del PT. Las bases tradicionales protestan por el abandono de sus reivindicaciones y los demás critican el cambio de discurso.
Todos esos errores se podrían haber superado si el presidente Lula, con su carisma y credibilidad, se hubiese distanciado de la antigua retórica, mostrando que es imposible actualmente, y también si hubiese definido con claridad el legado que desea dejar para el futuro del país. Pero hasta ahora no lo ha hecho. Por eso, está siendo un Gobierno de gestión de crisis y no un Gobierno de cambio de rumbo, a pesar de las crisis. El legado del Gobierno de Lula debería ser completar la abolición de la esclavitud, todavía inconclusa en Brasil, 116 años después de su proclamación. En 1888, durante el Régimen Imperial, la esclavitud fue prohibida, pero Brasil no incluyó a los esclavos en su sociedad. Los esclavos fueron liberados del trabajo forzoso, pero no recibieron tierra para trabajar y se quedaron en el paro. Los hijos de los esclavos obtuvieron el derecho a estudiar, pero no se construyeron escuelas para ellos. De las chozas en las que vivían pasaron a las chabolas, donde viven los pobres. En Brasil, la esclavitud cambió de nombre y pasó a llamarse exclusión, los esclavos cambiaron de dirección y emigraron a las ciudades, pero las condiciones en las que vivían no cambiaron; ni siquiera el color de la pobreza, que sigue siendo el negro. Durante más de un siglo, tras 19 presidentes y muchos gobiernos, Brasil ha dado pasos lentos, pero nunca ha tomado la decisión radical de completar la abolición de la esclavitud, porque todos eran originarios de la misma élite dirigente y estaban comprometidos con ella. Lula es el primer presidente con un origen y un compromiso popular capaz de realizar el gesto de completar la abolición. Para ello, bastaría una transformación social que, manteniendo la responsabilidad fiscal, las normas democráticas, el equilibrio ecológico y la conciencia internacional, crease las condiciones para garantizar a cada niño una plaza hasta finalizar la enseñanza media en escuelas públicas de calidad, bien equipadas, con profesores bien remunerados y preparados; una reforma agraria que garantizase un trozo de tierra a cada trabajador rural; un programa de urbanización de los barrios de chabolas; la garantía de un sistema público de salud, el final del trabajo y de la prostitución infantiles. Pero esos objetivos no fueron manifestados claramente. El presidente no ha dicho que ése iba a ser su legado, ni ha presentado las medidas necesarias para iniciar la elaboración de dicho proyecto, que necesitaría entre 15 y 20 años para ser implantado. No es algo que se pueda conseguir en poco tiempo, pero el Gobierno podría indicar, estableciendo unos plazos, el camino para lograr ese cambio.
El camino sería un programa de incentivos sociales que diese empleo a los pobres, para que pudieran producir lo que necesitasen y así salir de la pobreza. La Bolsa-Escuela, una remuneración a las madres pobres para que sus hijos estudien en lugar de trabajar, implantada desde el año 2000, es un ejemplo de incentivo social. Se conocen otros muchos, como la subvención para que los analfabetos estudien y los jóvenes realicen una labor de alfabetización, y el programa de obras para instalar agua y desagües en las viviendas de los pobres. En Brasil es posible financiar un programa amplio de incentivos sociales con recursos ya disponibles en una economía con un PIB de 1,6 billones de reales (500.000 millones de euros), y un PIB del sector público de 500.000 millones de reales (155.000 millones de euros). Bastaría el 2% del PIB para provocar una transformación social en Brasil y ese programa serviría de ejemplo de cómo se puede transformar la realidad social de un país y del mundo. El presidente Lula tiene carisma para movilizar dichos recursos, transferir y aplicar dicha cantidad del PIB, mostrando los beneficios para el pueblo y para las clases media y alta con el final de la tragedia social.
Brasil cambiaría su realidad y construiría una nueva lógica para hacer frente al problema social. En lugar de definir la pobreza en función de la renta de las familias -aquellas por debajo de 1 dólar al día- habría que definirla por la situación en la que viven esas familias, aquellas que no tienen acceso a los bienes y servicios fundamentales. Pero el Gobierno ha seguido siendo prisionero de la lógica del crecimiento económico, asistiendo impotente a la recesión, al aumento del precio del petróleo, a la necesidad de altos tipos de interés, al alto riesgo y a la desconfianza de los inversores nacionales e internacionales. Y para mostrar que es diferente a los demás, se ha limitado a lanzar un programa de eliminación del hambre, a semejanza del Gobierno de Kennedy con el programa Alimentos para la Paz. Y no ha conseguido poner en práctica dicho programa. El Gobierno de Lula sigue trabajando en la línea de la asistencia coyuntural a los problemas de la pobreza, en lugar de la abolición estructural de la exclusión social. Por eso presenta objetivos parciales de sus programas de cara a los próximos meses, pero evita, incluso teme, definir metas que resuelvan los problemas a medio plazo. Hasta la fecha, el Gobierno no ha asumido objetivos con plazos para abolir el trabajo y la prostitución infantiles, para garantizar a todos los niños escuelas a tiempo completo, con profesores bien remunerados. Cuando algún ministerio, a título individual, ha tratado de definir dichos objetivo, se ha visto obstaculizado por el núcleo que rodea al presidente. La transformación social, además de completar la abolición, tendría un impacto positivo en el crecimiento económico. El Gobierno del PT invertiría la lógica del crecimiento que genera empleo para reducir la pobreza, creando la lógica de un programa de abolición de la pobreza que generaría las condiciones para la recuperación del empleo y del crecimiento, siguiendo el modelo del keynesianismo social, donde los gastos del sector público generan renta a la vez que producen los bienes y servicios esenciales para atender a los pobres.
El legado del presidente Lula debería ser también completar la República en Brasil. Transcurridos 115 años desde la proclamación de la República, el país vive en un sistema social dividido entre una aristocracia rica y una masa pobre, separadas por una segregación de tipo surafricano, basada en clases y renta en vez de en razas. Países como los escandinavos, España o Inglaterra tienen "monarquías republicanas", desde el punto de vista de la ciudadanía, mientras que Brasil tiene un régimen político republicano con una sociedad feudal. Basta decir que en Brasil se invierte de media 250.000 reales (cerca de 80.000 euros) en la educación de una persona de clase media o alta a lo largo de su vida, mientras que para una persona pobre la inversión es de 3.200 reales (1.000 euros), 80 veces menos. Una división como ésta ha creado a lo largo de los siglos una sociedad dividida, en la que las personas no se sienten ciudadanas de la misma clase y se sienten, más que desiguales, diferentes. El presidente Lula, al proceder de un medio pobre, todavía puede convertirse en el líder que hará la revolución de completar la abolición de la esclavitud y la sociedad republicana, a favor de la causa pública, de la ciudadanía para todos. Pero falta la ideología que formule la alternativa. La esperanza que representaba está prisionera de los mismos viejos patrones que pretenden hacer crecer la economía primero para luego cambiar lo social. Con este comportamiento, el Gobierno de Lula todavía no ha demostrado ser el impulsor de una revolución democrática, fiscalmente responsable, socialmente comprometida e internacionalmente integrada. Al no hacerlo, crea una frustración en la izquierda mundial, porque la transformación social, si es posible en Brasil, será posible en el mundo en su conjunto. Afortunadamente, todavía tiene tiempo de cambiar. El presidente sigue teniendo carisma, sigue transmitiendo la idea de que comparte el sentimiento del pueblo y el PT sigue siendo el partido que puede liderar a Brasil, por eso la esperanza sigue depositada en ellos. Pero no por mucho tiempo.
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