Factoría Nouvel: la Reina desnuda
El nuevo Reina Sofía es un gran edificio, pero no una gran obra. Producto serie B de la factoría Nouvel, su estética liviana combina todos los rasgos futuristas que han hecho popular al arquitecto francés: la atmósfera industrial de las construcciones de vidrio y acero, el gusto escenográfico por los interiores brillantes y sombríos, la disolución del volumen con aristas afiladas y superficies reflectantes. En contraste higiénico con la gravedad inerte del viejo hospital, la ampliación del museo agrupa las nuevas salas de exposición, el auditorio y la biblioteca bajo una marquesina flotante de color cereza que se perfora escultóricamente para iluminar el espectacular atrio central, y el conjunto se aligera con vacíos transversales, celosías translúcidas y espejos de acero que le dan un aire inmaterial. Levantado con pasión fría y espíritu analítico en un constreñido solar trapezoidal anejo a la obra de Sabatini, los futuros visitantes advertirán también, desde los miradores de la terraza, su papel de charnela urbana entre la estación de Atocha que se perfila en la distancia y el abigarramiento menestral del barrio de Lavapiés, dos hitos de la geografía emotiva madrileña que el 11 de marzo hizo inseparables.
La ampliación que se inaugura parcialmente muestra la calidad que cabe esperar de las primeras marcas
Obra menor de un arquitecto mayor, la ampliación que ahora se inaugura parcialmente -en una apertura escalonada que distorsiona tanto la organización del trabajo que aún resta como la percepción pública del edificio- muestra en todo caso la calidad que cabe esperar de las primeras marcas, sean automóviles o arquitecturas. Y de la misma manera que el comprador de vehículos de lujo no censura la continuidad de los rasgos en que se basa su fidelidad al fabricante, tampoco aquí el cliente debería reprochar que la marquesina ingrávida provenga de Marne-la-Vallée y Lucerna, la carrocería carenada de Tours, las plementerías en celosía de Bezons, las escaleras fabriles de Nîmes, los pilares vertiginosos de Nantes o los andamiajes vidriados de la Cartier parisina. El crítico sólo puede deplorar pecados veniales: el difícil acuerdo de los revestimientos pétreos con las curvas esmaltadas de metal, el ingrato recorte de la marquesina en su encuentro con la cornisa de Sabatini, la renuncia a la luz cenital en la sala de exposiciones superior al habilitar terrazas para los despachos o la sustitución por modestas jardineras de los árboles del atrio que impuso la multiplicación de los sótanos de almacenaje.
Por lo demás, este Nouvel rojo y negro -que ganó el concurso de 1999 frente a competidores como Dominique Perrault o Juan Navarro Baldeweg- se inscribe dignamente en el registro creativo de un arquitecto que ha sabido reconciliar la imaginación seductora del cine, la publicidad o la moda con la tradición francesa de ingeniería experimental que se extiende desde Pierre Chareau hasta su maestro Jean Prouvé, para construir esos teatros mediáticos y mecánicos que constituyen su rúbrica distintiva. En el de Madrid ha tenido la colaboración extraordinaria de Alberto Medem, un joven arquitecto que se ha graduado en la primera división de la liga de los proyectos con esta obra, ejecutada por ACS-Dragados con sólo un 16% de incremento sobre el presupuesto inicial de 68 millones. Algo parecido a un milagro cuando se constata la exigente geometría de los techos técnicos, el rigor minucioso de los cerramientos o la detallada disciplina de los acabados en esta construcción colosal, que tendrá a partir de mañana el grado de escrutinio público que corresponde a su función: albergar las ceremonias del arte, convertido ya en la única religión del Estado, y por tanto objeto de tanta controversia en la elección de sus sacerdotes como en la arquitectura de sus iglesias. Pero nadie dirá que la Reina está desnuda.
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