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Columna
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Koba en Chechenia

La operación militar lanzada por guerrilleros chechenos en Ingushetia en la madrugada de ayer -y que causó la muerte de decenas de personas, entre ellas a casi toda la plana mayor del Ministerio del Interior de esta república de la Federación Rusa-, es un claro salto cualitativo en una guerra que el presidente Vladímir Putin dio por concluida hace tiempo. Esto último evoca de inmediato un paralelismo con el a la postre patético anuncio del fin de la guerra en Irak que el presidente norteamericano hizo a su vez a bordo del portaaviones Abraham Lincoln el día 1 de mayo de 2003. Y sin embargo, es ése el único paralelismo, algo forzado ya, entre una guerra como la chechena y la sangrienta lucha entre las fuerzas lideradas por Estados Unidos en Irak y sus diversos enemigos sobre el terreno. Por mucho que Putin insista en la lucha común contra el terrorismo islámico, que de hecho actúa en ambos escenarios, las motivaciones y los métodos son muy distintos.

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Pero ante todo es muy distinta la reacción de las sociedades democráticas ante estos dos focos de conflicto que han causado decenas de miles de muertos y cuyos finales son totalmente inciertos, pero con seguridad no cercanos. El ataque checheno ayer en Ingushetia y, con menor intensidad simultáneamente también en la vecina Dagestán, inducirán hoy, por primera vez en semanas cuando no en meses, a la prensa occidental a escribir sobre un conflicto que causa muertes a diario, en el que las violaciones masivas de mujeres chechenas y los bombardeos deliberados, que no accidentales, de edificios civiles son sistema. Mientras, los ríos de tinta sobre Irak, perfectamente justificados, fluyen como un Don nada pacífico o un Éufrates en plena subida de aguas, y no son pocos los medios que tienen que hacer esfuerzos para disimular su satisfacción ante los reveses y bajas de las fuerzas aliadas ocupantes.

En Irak han muerto soldados de la coalición -norteamericanos, británicos, checos, polacos, búlgaros y españoles también- por luchar con métodos que redujeran al mínimo las muertes civiles. En las ciudades chechenas y en los campos de chechenos en Ingushetia llevan años cayendo las bombas en una política de tierra quemada que es la versión caucásica de la estrategia del general Harry the Bomber durante la II Guerra Mundial sobre ciudades alemanas.

Pero atacar a Putin conlleva pocos réditos políticos en unas opiniones públicas europeas en las que líderes fracasados como Gerhard Schröder pueden ganar elecciones con el simple enarbolar de la bandera antinorteamericana. ¿A quién le importa Putin? Y, sobre todo, ¿a quién le importan los chechenos? Ellos no pueden, como Irak, decidir elecciones en Alemania, en España o en el Reino Unido en las elecciones europeas.

Martin Amis, en su imprescindible libro Koba el Temible (Anagrama, 2004), recuerda que cuando acudió a manifestarse en Londres contra la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, se concentraron en total unas sesenta personas, mientras frente a la Embajada de Estados Unidos en Grosvenor Square eran decenas de miles los que mostraban su sagrada ira. Siendo esta indignación de las masas perfectamente justificada, no deja de ser chocante esta inmensa disparidad entre los enfados que generan en Europa las tropelías o los errores de Estados Unidos y los cometidos por cualquier otro país del mundo. Las críticas a EE UU, pese a todo lo que hicieron en el siglo XX por la libertad de Europa, no sólo son legítimas sino necesarias. Pero tan necesarias o más serían las concentraciones frente a las embajadas rusas para demostrarle al aventajado alumno de la Cheka que es Putin, que su regreso al pasado en el trato con sus pueblos no hace sino teñir de sangre una vez más la tierra de Rusia.

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