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Tribuna:EL MALESTAR DE ALEMANIA
Tribuna
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Por qué Europa es necesaria

Este ensayo trata del malestar de un país, Alemania, que ya no existe. Y éste no es en absoluto un comentario marginal, sino que conduce directamente al núcleo de mi tesis: ya no existe Alemania, pero tampoco Francia, ni España, ni Italia, ni siquiera Gran Bretaña, como cree ver la mirada nacionalista, porque Europa y sus antiguos Estados nacionales cada vez se entretejen, se entremezclan y se interpenetran más unos a otros. Ahora bien, mientras que en las antiguas sociedades nacionales europeas cabe decir que ya no existe ni un solo rincón sin europeizar, en las mentes rige más que nunca la imaginación nostálgica de la soberanía nacional-estatal, que se convierte en un fantasma sentimental, en un autoengaño nacional donde buscan refugio los amedrentados y los confusos. Pero en Europa no hay vuelta atrás hacia el Estado nacional porque todos los actores implicados están inmersos en un sistema de dependencias al que sólo podrían sustraerse pagando unos costes extremadamente elevados. Tras 50 años de europeización ha llegado un momento en que cada uno de los Estados y sociedades concretos sólo son capaces de actuar en el marco de la síntesis europea.

Vamos a ilustrar la situación a partir del caso de Alemania: Alemania ya no dispone de las fronteras propias de un Estado nacional; por vez primera en toda su belicosa historia está "cercada de amigos". Alemania no tiene una moneda nacional (sino el euro); la mayor parte de las leyes alemanas son de origen europeo, han sido redactadas en Bruselas y luego ejecutadas por el Parlamento alemán. Cada vez son más las personas que hablan dos o más idiomas europeos, que son miembros de un matrimonio binacional y que proyectan carreras formativas y profesionales europeas. Hoy en día Alemania produce poco menos que la cuarta parte del producto interior bruto de toda la UE. Y aunque en su suelo habita una amplia quinta parte de la población de la UE, a saber, el 22%, sólo ocupa el 16% de los escaños del Parlamento Europeo y sólo cuenta aproximadamente con el 11% de los votos del Consejo de Ministros de la UE. Pero si echamos un vistazo a las aportaciones netas al presupuesto europeo entre 1995 y 2001, comprobamos que Alemania ha contribuido con un 67%.

La imagen de una Alemania económicamente fuerte ha inquietado siempre a sus vecinos; pero no menos amenazadora y enigmática resulta ahora una Alemania que registra el crecimiento económico más bajo de toda Europa. Independientemente de que Alemania aparezca como el hombre fuerte o el hombre enfermo de Europa, siempre plantea un enigma para los observadores. Y en este sentido, casi nunca se menciona el mensaje que en realidad está lanzando esa Alemania que va a menos: la terrorífica visión de una Europa alemana se ha convertido en un absurdo, mientras que aquella Alemania eternamente impredecible ha acabado europeizándose de manera irrevocable.

Ahora bien, esta Alemania europea afronta ahora el duro despertar de su breve sueño de prosperidad perpetua. Síntoma de ello es la aparición de una nueva "literatura del ¡despierta, Alemania!". "La humanidad envejece a una escala inimaginable", escribe Frank Schirrmacher en su éxito de ventas Das Methusalem-Komplot (El complot de Matusalén), del que ya se han vendido más de 350.000 ejemplares desde la segunda mitad de marzo de este año. Ahora bien, olvida que gran parte de la humanidad no europea se ve amenazada por el problema contrario, es decir, por la superpoblación. Y prosigue con las siguientes palabras (que no encierran un ápice de ironía): "Nosotros (es decir, los alemanes) tenemos que resolver el problema de nuestro propio envejecimiento para solucionar el problema del mundo".

Los hechos hablan de manera inequívoca: no sólo países aislados, sino toda Europa, experimentan una drástica reducción de la tasa de nacimientos. Si esta tendencia continúa, la población europea descenderá en más de un 15% de aquí al año 2050 y en 100 años habrá quedado reducida a la mitad. De todos los países europeos, Albania es el único que presenta una tasa de nacimientos que reproduce a nivel constante el número de habitantes. Europa envejece y lo hace de manera drástica. Desde la perspectiva típicamente alemana de creerse el ombligo del mundo de la que hace gala Schirrmacher, no se percibe en absoluto cuál será el punto culminante de la conmoción política que le aguarda a este continente, o sea, el tener que admitir que la única solución que queda es la inmigración. Ciertamente, Europa dispone de un fondo de trabajadores jóvenes que aspiran a un mejor nivel de vida porque está rodeada de países con una cuota de nacimientos de más del doble que la media europea. El problema es que casi todos esos países son musulmanes. Y no sólo eso: justo en las lindes de la UE, más exactamente, entre la UE e Irak, existe un país que aspira con motivos muy fundados a convertirse en miembro de la UE: Turquía.

Naturalmente, esto supone el enfrentamiento de dos imperativos contrapuestos: por un lado, la Unión Europea debe mantener abiertas sus fronteras e imponer también la correspondiente política de inmigración a los nuevos países miembros. Por otro lado, la situación está atizando el neonacionalismo y la xenofobia. En este momento, incluso los gobiernos de centro-izquierda se ven obligados a asumir temas propios del populismo de derechas para poder ganar elecciones. Por tanto, la cuestión que afronta la política europea es la siguiente: ¿cómo se debe superar, o por lo menos canalizar, la contradicción existente entre la necesidad de inclusión y la retórica de la exclusión? En este contexto existen dos factores que paralizan a Europa: tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y del 11 de marzo de 2004 en Madrid, las cuestiones de seguridad afectan precisamente a las culturas musulmanas en las que se recluta a trabajadores emigrantes legales e ilegales; y esto aviva a su vez el miedo al extranjero, que influye en la actitud de voto. Desde Austria hasta Australia, las elecciones se ganan cada vez más apoyándose en temáticas propias del neonacionalismo proteccionista.

Ahí radica la insuficiencia del planteamiento de los nuevos best sellers de la decadencia alemanes: se dramatizan problemas mundiales pequeño-alemanes y se buscanrespuestas también pequeño-alemanas a dichos problemas. Muchos alemanes contemplan el mundo con tremenda inquietud y parecen realmente enamorados de la práctica del fustigarse a sí mismos. Pero este regodeo en la decadencia también impide ver la realidad tal como es: ni el descenso de la natalidad es el problema nacional de sociedades concretas (como se ha venido debatiendo hasta ahora, tanto desde el punto de vista de los estudios demográficos como desde el punto de vista público-político, bajo el hechizo del "nacionalismo metodológico"), ni se puede resolver de manera apropiada a base de iniciativas nacionales en solitario. Se mire donde se mire, uno se topa con la misma situación en toda Europa. Existe la amenaza del envejecimiento excesivo, los sistemas de pensiones ya no funcionan, pero las reformas necesarias son bloqueadas por la resistencia organizada de los grupos afectados. Esto es así tanto en el caso de Francia como en el de Austria, Gran Bretaña y Alemania, y también de manera especial en los casos de Italia y España. Cuando los gobiernos se deciden por fin a reformar el sistema de pensiones, se topan con protestas airadas. Y como los gobiernos quieren salir reelegidos, ignoran este delicado tema como medida preventiva o bien se conforman con hacer rectificaciones de carácter más bien simbólico.

Un importante paso hacia delante para salir de esta encerrona podría consistir en definir la interrelación existente entre el descenso de población, el envejecimiento de la sociedad, las necesarias reformas de los sistemas de seguridad social y una política de migración selectiva como un problema europeo y afrontarlo de manera cooperativa. Todos los gobiernos que están metidos en este callejón sin salida nacional y se ven obligados a conformarse con soluciones aparentes podrían beneficiarse de esta táctica; ahora bien, siempre y cuando la UE desarrolle y apruebe un proyecto acerca de cómo se pueden y se deben abordar los problemas del sistema de pensiones y de la inmigración, teniendo en cuenta el descenso demográfico. Este plan simplificaría el trabajo de los gobiernos nacionales. Por un lado, la gente empezaría a ser consciente de que no se trata de un fracaso nacional, sino de cuestiones que se ven obligados a afrontar de una u otra manera todas las sociedades y gobiernos europeos. Y por otro lado, esta estrategia permitiría a los gobiernos nacionales pertrecharse de argumentos europeos. Algunos gobiernos concretos son ya expertos en este tipo de tácticas: la referencia a compromisos europeos puede facilitar la implantación de reformas difíciles dentro del propio país.

Ahora bien, esta estrategia requiere que las sociedades de los antiguos Estados nacionales europeos tengan una imagen realista de sí mismas que afirme la diversidad nacional, regional, étnica y religiosa. La diversidad cultural no es una realidad alarmante, sino algo a fomentar, un valor. Por ejemplo, cuantas más culturas diferentes sean capaces de coexistir en Alemania, mayor será la vitalidad y la riqueza cultural del país; es más: tanto más alemana será Alemania. Eso es algo que Thomas Mann, si no el primero, probablemente sí fue el último en formular: escribió que forma parte "casi del carácter alemán... comportarse como un no alemán, e incluso como un anti-alemán; que según un juicio autorizado es inseparable de la esencia de la nacionalidad alemana una tendencia al cosmopolitismo disgregadora del sentido nacional; que probablemente uno deba perder su alemanidad para encontrarla; que sin el añadido de elementos foráneos quizá resulte imposible acceder a una germanidad más elevada". Una sociedad abierta al mundo significa que el mundo transforma a Alemania.

Detrás de todo esto se esconde también la nueva lógica del realismo cosmopolita: precisamente los acuciantes problemas nacionales requieren la cooperación global para ser resueltos. Dicho de otro modo, la cooperación duradera entre los Estados no impide, sino que incrementa, su capacidad de actuación. Formulémoslo como paradoja: la renuncia a la soberanía amplía la soberanía. En esto consiste, dicho sea de paso, el secreto del éxito de la Unión Europea. Por el contrario, todo el que emprenda el intento inútil de aislarse como nación pone en peligro su propia prosperidad y libertad democrática. Porque la riqueza y el crecimiento económico, la solución del problema del paro y la estabilidad de la democracia presuponen una actitud abierta al mundo.

Pero al revés, también cabe afirmar que todos los intentos de suprimir el gueto nacional, la identidad nacional, acaban logrando lo contrario: generan e intensifican el populismo de lo nacional. La alternativa podría consistir en un nacionalismo cosmopolita. Y no sólo porque esta combinación de patriotismo y cosmopolitismo, nacionalismo y apertura al mundo, constituye precisamente la tradición desbancada que ha caído en el olvido en Europa y Alemania -y que está vinculada a los personajes que han dado nombre a las calles e institutos de bachillerato europeos: Voltaire, Rousseau, Adam Smith, Immanuel Kant, John Stuart Mill, Karl Marx, Goethe, Nietzsche, Heine, etc.-, sino también porque esta tradición se encarna en las instituciones de la muy vilipendiada Unión Europea, que ha logrado algo que parecía completamente inconcebible a los grandes espíritus europeos del siglo XIX y de la primera mitad del demencial siglo XX de las guerras mundiales, los genocidios y el holocausto: el milagro de convertir los enemigos en vecinos.

© Ulrich Beck, 2004.

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