Visita al Papa
El Papa reiteró ayer ante Zapatero las críticas que había adelantado al nuevo embajador de España ante la Santa Sede. Se trata de una actitud excepcional dentro de los usos diplomáticos, a los que la Iglesia ha concedido siempre gran relevancia. En lugar de limitar el primer contacto a un intercambio de impresiones, que no impediría que la Iglesia hiciese llegar sus preocupaciones a través de los canales diplomáticos en Roma o en Madrid, Juan Pablo II ha preferido expresar en persona y al más alto nivel las reticencias del Vaticano hacia algunas medidas anunciadas por el Gobierno español. Y con reiteración.
El mensaje implícito que está haciendo llegar a la sociedad española con estos gestos repetidos es el de que la jerarquía eclesiástica se dispone a trazar unas líneas rojas que sólo tendrían sentido en el contexto de una crisis de sus relaciones con el Estado. Y eso es, precisamente, lo que no desea la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles, católicos o no. Tampoco parece ser la voluntad del Gobierno, cuya obligación es, en cualquier caso, conciliar múltiples demandas sociales, entre las que se cuentan las de numerosos colectivos con tanto derecho como la Iglesia católica a esperar que sus aspiraciones se reflejen en la normativa legal.
Hay una ambigüedad consustancial en unas relaciones que lo son a la vez con un Estado y con el jefe de una Iglesia. Cuestiones como la prolongación de los acuerdos provisionales de financiación, en la espera de que la Iglesia pueda autofinanciarse, entrarían de lleno en lo que sería lógico tratar entre el Vaticano y el Estado español. Mientras que no hay motivo para que el jefe de la Iglesia católica discuta con el presidente de un Gobierno laico sobre legislación en materia de costumbres.
La Conferencia Episcopal Española consiguió hacer avanzar sus posiciones en la negociación con el Gobierno anterior, desentendiéndose de fórmulas de consenso que se atuvieran a las múltiples sensibilidades que existen en el país. Tal vez el carácter inesperado de la alternancia política evitó que llegase a consolidarse con carácter irreversible una relación que en algunos aspectos era impropia de un Estado no confesional, como la enseñanza de la religión. Pero nadie desea un conflicto, ni cuestiona el derecho de la Iglesia a defender sus puntos de vista. Debe hacerse, simplemente, sin confundir los planos: las reprimendas doctrinales no son, a comienzos del siglo XXI, propias de las relaciones diplomáticas, por grandes y profundos que sean los vínculos históricos existentes entre las partes.
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