Bush y el Día D
Después de tan larga zozobra, un día de acuerdo, celebración y reposo reparador para el presidente Bush. Un 6 de junio de hace 60 años, un contingente aliado, fuertemente nutrido de norteamericanos y británicos, desembarcaba en cinco playas de Normandía para iniciar la decisiva etapa que llevaría a la derrota del poder nazi y al restablecimiento de la paz en Europa. Y ayer se celebraba en esas mismas playas francesas, de Colleville-sur-mer a Arromanches, con la presencia central del líder estadounidense entre una veintena de jefes de Estado, la que será, con gran probabilidad, última gran rememoración de aquella hora a la que hayan podido asistir todavía unos miles de veteranos, supervivientes del desembarco, así como seguir por televisión algunos millones que, como ciudadanos, vivieron los horrores de un continente en guerra. Para la celebración de un futuro 75º aniversario, en el 2019, es de temer que no quede ya casi ninguno de los primeros, y que el número de los segundos se haya reducido muy drásticamente.
Y en celebración tan señalada, donde George W. Bush y su anfitrión, el presidente francés, Jacques Chirac, han dado el tono conmemorativo pero también intensamente político del momento, han tomado parte, también por primera vez en la historia, un presidente de Rusia, Vladímir Putin, y un canciller de Alemania, Gerhard Schröder; potencia vencedora la primera, pero extrañada hasta la caída del comunismo de cualquier fasto paneuropeo, y gran derrotada la segunda, a la que se había mantenido apartada o, por prudencia, había preferido ella misma abstenerse del recuerdo colectivo de un bárbaro pasado que, no por los actos de este fin de semana dejará, sin embargo, de hacer correr todavía torrentes de tinta y suscitar las asperezas de la polémica. Ése ha sido el marco, la escenificación de una magna reconciliación europea que ya no excluye a Berlín y en la que Moscú se incluye, que se concreta en este Día D del presidente norteamericano, en el que Bush ha encontrado, por añadidura, otros motivos de satisfacción, cuando menos para el instante.
Las últimas semanas no han sido, precisamente, las más felices de su mandato. La reciente dimisión del jefe de la CIA, George Tenet, y de su segundo, inevitablemente vinculadas al desaguisado que significa haber poco menos que jurado que había armas de destrucción masiva en Irak, amenaza consiguientemente vociferada al mundo y sobre la que se basó la acción militar contra el régimen de Sadam Husein; la caída de la popularidad presidencial en su propio país, como certifican todas las encuestas, y no sólo por la guerra de Irak, sino a causa de la imagen que va ganando terreno de un presidente inconstante en el trabajo, intelectualmente perezoso, dado a los arrebatos en los que la única premeditación la pone un grupito de consejeros que han demostrado la más gloriosa incapacidad de previsión y análisis; y, todo ello, como una sucesión de desgracias autoinfligidas en la carrera hacia la elección presidencial de noviembre, en la que el aspirante demócrata, John Kerry, se presenta hoy como amenaza bastante masiva.
Ése era el Bush que llegaba a Europa, donde le aguardaba la protesta popular que ya se expresó el viernes en la primera etapa de su viaje en Roma, y que cobraba voz en su visita al Vaticano, con la admonición del Papa para que se devolviera cuanto antes la soberanía al pueblo iraquí, es decir, que se pusiera fin a la ocupación de esa tierra árabe. Pero en las jornadas del sábado y ayer los indicios de mejora en el cuadro clínico eran ya indiscutibles.
Chirac se declaraba básicamente satisfecho con la resolución que norteamericanos y británicos preparan en el Consejo de Seguridad, aunque, sin duda, un educado forcejeo se prolongue algunos días más para perfilar los poderes del nuevo Gobierno de Bagdad, recién nombrado al alimón por Washington, el enviado de la ONU, Lakdar Brajimi, y fuerzas iraquíes afectas a Estados Unidos, que recibirá lo que se decida de soberanía el próximo 30 de junio; y, aún más importante para Washington, las declaraciones del primer ministro iraquí designado, Ayad Alaui, a favor de que la fuerza aliada siga, con alguna condición, indefinidamente en el país.
Son éstos, por tanto, momentos de concordia y alivio. "Francia jamás olvidará" la liberación de mano anglosajona, dijo ayer el primer ministro Raffarin en Normandía. Pero de aquí a noviembre serán otras realidades las que determinen la suerte del Bush candidato. La estabilización o la prolongación de la guerra, con su cortejo de ataúdes de vuelta a casa; la recuperación de una economía, que remolonea sin decidirse a cruzar el umbral de su mandato, y, en último término, la propia imagen de un Bush que ha de convencer a la opinión de que, para empezar, es él quien se gobierna a sí mismo, serán los factores que digan la última palabra sobre un presidente que, probablemente, preferiría que todos los días fueran un nuevo Día D.
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