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El rapto de Europa

¿No han tenido nunca la desagradable experiencia de volver a casa creyendo que la noticia que traían iba a interesar a la familia para acabar comprobando con incredulidad que cada uno seguía a lo suyo y que el regreso no podía ser más decepcionante? Seguro que sí. Ocurría en la niñez, cuando la nota que habíamos logrado sacar, en Matemáticas o en Geografía, dejaba indiferentes a nuestros padres. O en la adolescencia, cuando nuestros apasionados comentarios sobre la actualidad o sobre alguna persona que nos importaba pasaban sin pena ni gloria entre el crujido de las páginas de un periódico que ni siquiera dejaba adivinar quién se escondía detrás. O en la edad adulta, cada vez que nuestra pareja demuestra estar en la inopia de lo que verdaderamente nos interesa, a juzgar por su reacción.

La vida es agridulce y estas decepciones resultan inevitables, tanto que ya las tenemos asumidas y, salvo en casos extremos, las encajamos sin problemas. Más grave es la decepción del desterrado, ya sea político o económico. Se han escrito muchas páginas sobre lo que sintieron los republicanos que fueron volviendo a la triste España de Franco: este mismo año se celebra el centenario del nacimiento de Juan Gil-Albert, una de las plumas que más magistralmente supo plasmar esta sensación de melancolía indefinible. Género antiguo donde los haya, desde el Ovidio de las Pónticas hasta las Cartas finlandesas de Ganivet. Pues bien, ha dado la casualidad de que llevaba medio mes por algunos países de Europa y acabo de regresar. Nada de particular, desde luego: en el mundo de la aldea global, eso de estar hoy, aquí y mañana, allí, está a la orden del día. Lo que distingue a la España actual de la de hace medio siglo es que la vuelta ni se nota, somos (afortunadamente) como todos los demás. Lo curioso es que esta vez, aunque no soy un emigrado, he tenido la misma sensación de la niñez y de la adolescencia: la estupefacción ante la distancia insalvable entre lo que uno cree que debería ser y lo que es. Hablo de las elecciones europeas.

Quiero aclarar antes de nada que no he encontrado, en las personas de todo tipo y condición con las que me he relacionado, mayor interés por estos comicios que el que hay en España. Casi nadie me los ha sacado como tema de conversación y muchos piensan pasar de votar si el domingo 13 hace buen día. La verdad es que mientras las decisiones importantes las refrenden los parlamentos nacionales y no el europeo, toda esa historia de las elecciones europeas seguirá dejando indiferente al personal, el cual se pregunta (con mucha sensatez) para qué queremos unos diputados tan bien pagados si no tienen nada que hacer. No, de lo que estoy hablando es de lo que dicen los políticos y de lo que reflejan los medios. Aquí sí, aquí es un verdadero abismo el que nos separa del resto de Europa occidental (por no hablar de la oriental, donde, por razones obvias, estas primeras elecciones se siguen con mucha atención). Allende los Pirineos, los periódicos están llenos de artículos sobre el sentido de Europa y sobre el futuro de la UE mientras los políticos se pronuncian apasionadamente a favor o en contra de la integración. Era lo esperable. También sería raro que en unas elecciones europeas se hablase del precio de la leche o de los delitos contra la propiedad. Pero viene uno aquí y se encuentra con un señor que dice que las elecciones europeas demostrarán lo oportuno de la salida de las tropas españolas de Irak y con otro señor que anuncia que los electores van a sancionar con su voto la defensa de las víctimas del terrorismo. Hombre, uno está de acuerdo con los dos (cosa sorprendente cuando ellos dicen que sus posturas son incompatibles hasta el punto de que se insultan con educación), pero no deja de preguntarse qué demonios tiene que ver todo esto con Europa. ¿No será que Europa todavía sigue comenzando en los Pirineos?

Habrá quien sostenga que lo de Europa es muy complicado y que no interesa al público en general: que si las ayudas al aceite, que si la normativa de etiquetado, en el mejor de los casos, que cómo se conjugan los porcentajes de población y de territorio en la futura constitución. Se trata de un malentendido. Estas cuestiones, efectivamente, no pueden ser calibradas por los ciudadanos (aunque les afecten y mucho), sino por los que aspiran a representarlos (por cierto: ¿están capacitados para ello, alguien les ha hecho una prueba?; también es curioso que te la hagan hasta para repartir pizza y que en el tema de las listas electorales todo vaya de amiguetes). Lo que debería debatirse en estas elecciones son las ideas de Europa que tenemos los españoles y las consecuencias que se seguirán del predominio de una u otra. Esto me parece capital. Históricamente ha habido dos grandes ideas españolas de Europa, una propugnada desde el Madrid de los Austrias y otra, desde la Corona de Aragón. La primera fue, desde luego, una idea europea, pues nos llevó a gastarnos el oro que venía de América en innumerables empresas utópicas, como la de mantener la unidad del cristianismo y aspirar al trono imperial alemán. La otra, no menos azarosa, consistió en intentar controlar militarmente el Mediterráneo, ya que la competencia comercial con Génova y con Venecia se revelaba dificultosa. Eso es el pasado, me dirán. Sí y no. También el imperio carolingio y el sacro romano imperio germánico pertenecen al pasado y, sin embargo, en Francia y en Alemania estos días no se habla de otra cosa. Porque, salvada la adjetivación imperialista, políticamente incorrecta, lo que estas ideas esconden es siempre lo mismo: un proyecto de Europa.

No se puede ser algo en Europa sin una idea propia de cómo queremos que sea. Es evidente que los españoles somos europeos desde siempre, pero no está tan claro que lo hayamos interiorizado ideológicamente como un italiano, un alemán o un francés, a pesar de que los primeros proyectos europeos modernos fueron españoles. Hasta ahora, ya hemos visto lo que daba de sí actuar de comparsa de EE UU: desde ahora, si no se pone pronto remedio, veremos a lo que nos conduce salir de figurantes de la comedia francoalemana. Curioso país este.

El Forum de Barcelona se preocupa por las culturas exóticas, pero no parece afectarle el problema de las culturas peninsulares y de su entronque en Europa. Se acaba de inaugurar la Feria del Libro de Madrid bajo el patrocinio teórico de la idea de Europa, pero no se ha publicado ni una sola obra sobre el tema que de verdad debería interesarnos. ¿Cómo queda España en una Europa que ha basculado decididamente hacia el este y que ya está deslocalizando y trasladando a los nuevos países de la UE muchas industrias que estaban instaladas aquí (caso Alstom, p.ej.)? ¿Cómo se conciliará la estructura política y administrativa de un país que está en trance de cambiar su Constitución en sentido federalista con la de un ente supraestatal que propende a minimizar las diferencias? ¿Va a ser el inglés la koiné exclusiva de la Unión Europea o se arbitrarán procedimientos para que los hablantes románicos puedan expresarse en su lengua al tiempo que les hablan en otra lengua neolatina (si no se hace algo así, mal lo pasará el catalán, carente de una base poblacional fuerte fuera del continente europeo)? Tantas preguntas sin respuesta, tanto mitin inútil, tanto fuego de artificio desperdiciado por los candidatos. Que luego no se sorprendan si los electores les dan la espalda: nos han hurtado a Europa y no son precisamente el padre Zeus.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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