Bryan Adams, tan feliz que duele
El veterano rockero canadiense imparte una competentísima lección de rock para todos los públicos ante 5.000 personas en la Fuente de San Luis de Valencia
Que sí. Que lo suyo es rock de radio fórmula. Abiertamente mainstream. Concebido para petarlo. Aorizado y aorizante. Repleto de riffs de manual con aroma a bravuconada rockera (hay un término inglés, bravado, que le va como anillo al dedo) y también de algunas baladas que amenazan con reventar el más acreditado medidor de glucosa en sangre. Pero hay que reconocer que Bryan Adams dio anoche en Valencia un concierto imponente. Irreprochable desde cualquier punto de vista. Siempre fue el rockero más abiertamente comercial de su generación (John Mellencamp, Springsteen, Eric Carmen) y nunca lo ocultó. Por algo ha vendido más de sesenta millones de rodajas de su discografía. Pero ofrece a su gente exactamente lo que espera. Sin pretenciosidad ni falsas expectativas. Sin dárselas de nada. Con aparente sencillez.
A sus 65 años luce como un chaval (normal que 18 Til I Die sonara tan contagiosa) y no como un jubilado. Y mantiene su voz en un estado de forma impresionante: con su proverbial resuello pero sin una pizca de la arenisca que otorga la edad. Suena como cuando tenía 25 años y publicó Reckless, el disco de su confirmación, hace cuarenta. Toca más que bien la guitarra —eléctrica y acústica— y el bajo. Hasta la harmónica. Y forma un rotundo cuarteto con Keith Scott (guitarra), Gary Breit (teclado) y Pat Steward (batería), integrantes de un show escénicamente sobrio, sin más parafernalia que una gran pantalla trasera con imágenes en directo (y en blanco y negro) del espectáculo. Anoche hizo felices hasta el dolor —como reza su canción So Happy It Hurts, título escrito en el coche hinchable que sobrevoló un rato nuestras cabezas —a cinco mil personas en la Fuente de San Luis durante dos horas con un bolo de rock familiar, tan lúdico como inofensivo, tremendamente entretenido y regido por un sonido excepcional, que en todos estos sentidos me recordó al último concierto que ofreció Lenny Kravitz en la ciudad (el de 2012 en el Velódromo Luis Puig, no el de tres años antes en el mismo recinto, que fue plomizo). Era su primera vez en Valencia, si no me falla la memoria, y pisaba el mismo escenario que Manolo García un día antes, en el que posiblemente sea el último concierto que albergue el viejo pabellón porque para verano se espera la apertura del Roig Arena. Bryan Adams, quien difícilmente puede caer mal, dedicó además la recaudación íntegra de la noche a los afectados por la dana del 29 de octubre.
El canadiense es más un estupendo entertainer que un guardián de ninguna esencia tribal. Se inscribe a sí mismo, eso sí, en la tradición del rock and roll de siempre: por eso celebra la comunión colectiva al ritmo del Come Together de los Beatles, por eso anima al público a bailar con su trotona You Belong To Me (que parece surgida de los Sun estudios de Memphis a finales de los cincuenta) y la mezcla con el Blue Suede Shoes de Carl Perkins, por eso se anima con el Do Wah Diddy Diddy de Manfred Mann antes de acometer So Happy It Hurts y por eso cierra la noche con el clásico Can’t Take My Eyes Off You de Frankie Valli en una clave festiva que no tiene nada que ver, como es lógico, con la versión que popularizaron los Pet Shop Boys. Mucho más aburridas me han resultado siempre sus baladas —peñazo, esas que lo encumbraron a lo alto de las listas de éxitos, sobre todo en los años noventa— pero anoche convirtió Heaven en un resultón medio tiempo y abordó All For Love solo y en acústico, sin alharacas, que siempre será mejor que escucharla con toda su pompa y en compañía de Sting y Rod Stewart. Eso sí, la espesa melaza de Please Forgive Me, Everything I Do (I Do It For You), Shine A Light (que dedicó a su madre de 97 años, recién hospitalizada) y Have You Ever Really Loved a Woman? (con recuerdo a Paco de Lucía y Camarón) cayó con todo el peso de su ley, sin misericordia alguna si no eres de quienes hacen de su móvil luciérnaga (casi hasta añoro los mecheros, tenían más épica, incluso riesgo).
Pero donde Bryan Adams más se luce —y convence al más escéptico— es en las andanadas de rock de estadios. Ese resbaladizo terreno heartland rock que incluso algunos popes alternativos y power pop mucho más minoritarios y de culto que él han pisado alguna vez (pienso en The Rembrandts, American Music Club, The Hold Steady o The Replacements), y que en sus manos es una arcilla para cuyo manoseo parece haber nacido. Cosas como Back To You, Run To You, Summer of ‘69, The Only Thing That Looks Good On Me Is You o Kick Ass, con la que abrió la velada. Incluso la veta un poco más pop de Can’t Stop This Thing We Started. Fueron lo más convincente de un bolo impecable, arrollador por momentos, de esos que crean la falsa ilusión de que el detractor más enconado puede salir converso.
Lo suyo es más Disney que Filmin, desde luego. Más best seller que literatura experimental. Más sandwich que caviar. Son unos macarrones gratinados y no un intrincado plato de alta cocina. Pero es que las dietas equilibradas hacen bien en tener un poco de todo. Que no todos los días puede apetecer una peli de Kiarostami o el Ulises de James Joyce.
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