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Una juventud traicionada

1. ¿Qué tienen en común los jóvenes estadounidenses que desembarcaron en Francia el 6 de junio de 1944 para liberar a Europa del nazismo y los que se encuentran hoy día en Irak para instalar allí la democracia? La comparación es perversa, retumba en los oídos. Sin embargo, en los dos casos, estos jóvenes se fueron lejos de su país. Dejaron padres, mujeres e hijos. Tenían como objetivo inutilizar a un dictador sanguinario para que no hiciera daño. Pensaban que se sacrificaban para exportar e imponer los santos principios de la democracia. Tenían la sensación de que encarnaban el Bien, seguros como estaban de que Sadam Husein, igual que Hitler, representaba el Mal. No se entiende la mentalidad consensual y chovinista que ha dominado la opinión pública estadounidense durante al menos los dos últimos años, a menos que se subraye ese estado de ánimo que sigue siendo en esencia, recalquémoslo, patriótico e intervencionista. Lo que importa de esta actitud es, en efecto, la disponibilidad para el sacrificio por parte de hombres y mujeres educados para amar la vida de una forma frenéticamente individualista. Esta disponibilidad es increíblemente preciosa para la supervivencia de la democracia en Estados Unidos y en el mundo. No tenerla en consideración es evolucionar hacia la decadencia y precipitar la ruina.

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2. Sin embargo, éste es el mayor daño que han podido causar George W. Bush y los suyos. Dijeron a los jóvenes soldados que partían hacia Irak que los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas tenían el mismo significado agresivo que el ataque de la aviación japonesa contra Pearl Harbour en 1941. Si bien en rigor se podía designar a ciertos colectivos afganos como agresores, Sadam Husein, por el contrario, no tuvo nada que ver en la acción atribuida a Bin Laden. Se les dijo, para colar estas dos mentiras, que Irak tenía armas de destrucción masiva que convenía destruir preventivamente antes de sufrirlas. Se les dijo que eran esperados como liberadores y que una vez destruidas las legiones pretorianas, no habría resistencia popular. Comprobaron que en algunas regiones, en efecto, eran bien recibidos y que en todas partes se alegraban de la caída del dictador. Pero descubrieron rápidamente que los liberados se consideraban humillados por sus liberadores y al final les trataban como ocupantes. Mientras que en 1944 los jóvenes estadounidenses encontraban reconocimiento en todas partes, después de 2002 sólo encontraron ingratitud y odio. A diferencia de sus mayores en 1944, después de haber hecho la guerra a los ejércitos, tienen que hacer la guerra a los pueblos. Finalmente, para remate, penetrados como estaban por la maldad y la falta de humanidad de los iraquíes, cierto número de jóvenes estadounidenses se dejaron llevar, con el visto bueno de sus jefes, hasta el punto de tratar a sus prisioneros como bestias. De repente, sus hijos aprendían que el espectáculo que los soldados estadounidenses descubrieron en los campos nazis se podía desarrollar entre ellos.

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3. Por consiguiente, de este cuadro de diferencias y similitudes entre los jóvenes de las dos guerras, se pueden extraer algunas lecciones. Para empezar, que en los dos casos el idealismo de los jóvenes militares no se pone en tela de juicio. Están dispuestos a sacrificarse por lo que creen que es la defensa de su país y la victoria de la democracia, con una inspiración religiosa que Tocqueville observó hace ya dos siglos. Después, que estos jóvenes militares no son de ninguna manera responsables de las mentiras de las que han sido víctimas. Por último, que en lo que respecta a cierto número de ellos se han entregado a las abominaciones que provocan las guerras; por otra parte, la responsabilidad de sus jefes, a menudo mantenida en secreto, es aún más aplastante que la suya. Además, la democracia estadounidense ha esperado menos que Europa después de las guerras coloniales para denunciar los horrores con un derroche de pruebas fotográficas. Voluntariamente no he hablado más que de "jóvenes estadounidenses". La razón es que la evocación de su sacrificio, con ocasión de los primeros asaltos del desembarco en las costas normandas en junio de 1944, no ha cesado de "llenar nuestro pecho de gratitud", como decía Octavio Paz a propósito de otros combates. En lo que a mí respecta, nunca ha dejado de hacerlo. Los batallones de los que formé parte desembarcaron mucho después de que esos héroes hicieran el trabajo más infernal. He leído todo sobre ellos y me gustan todas las películas, incluso las mediocres, sobre la irrupción de esos jóvenes dioses que van a morir por nosotros con sus trajes de luces. En el recuerdo, los acontecimientos se simplifican y se exageran. Están, por una parte, las tinieblas del genocidio nazi y, por la otra, la muerte luminosa de los jóvenes estadounidenses. Nosotros no lo hemos olvidado jamás, ni siquiera cuando, más tarde, nuestras unidades sufrieron su bautismo de fuego debido a un bombardeo por error de la aviación estadounidense.

4. A quienes se encuentran en nuestro caso les cuesta más trabajo que a otros resignarse a la actual decadencia, aunque sea provisional, de la gran nación de los liberadores. Para otros es más fácil. Según lo que hayan vivido, pueden decirse que los millones de muertos de Stalingrado hicieron al menos lo mismo para vencer al nazismo que los jóvenes estadounidenses. El desastre actual se podría inscribir también fácilmente en la historia de una serie de crímenes que jalonan, desde Camboya hasta Chile, la segunda mitad del siglo XX. A menudo, ésos no dudan en alegrarse de la implosión moral de la superpotencia estadounidense. Es dar muestras de una auténtica ceguera en nuestra percepción del futuro. Si alguna vez el siniestro balance de George W. Bush llevara a desacreditar el principio mismo de una intervención liberadora, entonces no habría que contar con la ONU -y, por desgracia, tampoco con Europa- para hacer que prevalezca el deber de ayudar y aún menos el derecho de injerencia, incluso si surgieran de improviso otros genocidios como el de Ruanda.

5. Atribuyendo temores de este tipo a los miembros del jurado del Festival de Cannes, me he enterado de su feliz decisión de conceder la Palma de Oro al documental de Michael Moore.

Proceder a una consagración semejante a propósito de un panfleto netamente político tiene un significado a la vez solemne y original. Para empezar, esos hombres y mujeres, tras las lentejuelas de su festival, han sido capaces de apreciar su poder mediático. Después de todo, han utilizado las imágenes de Michael Moore contra las de los suplicios en la prisión iraquí de Abu Ghraib. Además, gracias a las denuncias incluso polémicas del realizador, han aprendido mejor que EE UU y el mundo entero estarían en peligro si Bush fuera reelegido.

Por último, Quentin Tarantino, que presidía el jurado, precisó que, en lo que a él respecta, no habría votado por Michael Moore si no hubiera encontrado su película estéticamente superior a las otras. Por mi parte, no creo nada; no es que dude de la sinceridad del realizador de Kill Bill II, pero opino que, en todas las épocas, el juicio estético está condicionado por un contexto particular. Pienso que hay momentos en los que se encuentra hermoso lo que resulta más redentor. Es después cuando se corrigen los impulsos y se restablecen las jerarquías. En cierta medida, yo sostendría la paradoja de que, sobre todo si la película de Michael Moore no es la mejor, su consagración tiene mayor valor contestatario.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducción de News Clips.

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