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El museo de la España intranquila

Vicente Molina Foix

Circula por la Red un fantasma con la cara y el nombre de Aznar. A mí me ha visitado más de una vez, y supongo que muchos ciudadanos españoles on line lo habrán visto. Respaldado por Izquierda Unida, ese correo electrónico pide tu firma para sumarla a las más de 1.500 ya recibidas en el momento en que escribo, firmas que reclaman el procesamiento internacional del ex presidente español en cuanto cooperante de una campaña de guerra y ocupación ilegal en Irak, causante hasta hoy de miles de bajas militares y un número también muy elevado de víctimas civiles. Le pregunté a un amigo si -al igual que yo he hecho- se había adherido, y me llevé una bronca (aclaro que mi amigo es de izquierdas y en casi todos los campos milita más que yo). Pero él vive, dice, "mirando hacia delante", y yo me contento con vivir sujeto al pensamiento de Eliot en los versos de arranque de su primer Cuarteto: "Tiempo presente y tiempo pasado / se hallan, tal vez, presentes en el tiempo futuro, / y el futuro incluido en el tiempo pasado" (cito por la reciente traducción de Jordi Doce).

Coincidiendo con esa iniciativa judicial y también con las últimas bravatas de Aznar (su llamada o lamida telefónica a Bush, el artículo de autolavado en Abc), tuve ocasión de visitar en Budapest un Museo de la Ocupación abierto en la céntrica avenida Andrássy y aparatosamente subtitulado como "Casa del Horror". El museo ha sido criticado por dar mucho mayor énfasis y espacio expositivo a la ocupación soviética que a la nazi-germánica, un reproche por cierto ya oído en otros países de la antigua URSS hoy independientes que también habilitaron museos similares. El más riguroso y menos sensacionalista de los que conozco es el de la capital de Estonia, Tallin, y uno de sus responsables respondía a dichas críticas contabilizando, con toda lógica, los muy distintos periodos de implantación, de cuatro a más de cuarenta años, del nazismo y el comunismo. También conviene señalar que en la propia Budapest y otras capitales de la zona existen museos centrados exclusivamente en el Holocausto judío, que alcanzó terribles dimensiones en Hungría y, sobre todo, en Polonia y Lituania.

La Casa del Horror. En los viajes, en los aeropuertos, en los tiempos muertos que achuchan a todo viajero solitario, se piensa, quizá se fantasea. ¿No habrá nunca en España un Museo de la Ocupación, una casa (o un pazo) del horror franquista? Sí, sí, ya les estoy oyendo: a mi amigo de antes, a muchos de los más prudentes entre ustedes, incluso al propio Zapatero del cambio tranquilo: para qué remover ahora, treinta años después de la muerte del dictador, los rescoldos de su dictadura. ¿No habíamos quedado en que la Transición española tan suave y ejemplar, tan imitada por todas partes, implicaba un peaje de olvido y perdón incondicional? La muerte tenía un precio. La de Franco lo tuvo barato. Más caro lo han pagado los familiares y descendientes de los asesinados, encarcelados, exiliados y represaliados a partir de 1939, muchos de los cuales aún siguen buscando tumbas, restos, nombres, una reparación.

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Y hay un dato importante: ha sido precisamente en alguno de esos países que tomaron como modelo nuestra Transición de la Amnesia Voluntaria (Argentina, Chile, ciertas repúblicas de la Europa del Este) donde, además de haberse levantado museos del recuerdo a los muertos y desaparecidos, el cadáver insepulto de tantas víctimas ha regresado para reclamar justicia. El caso argentino es sintomático. La primera transición, la de Alfonsín y Menem, con sus infames amnistías y leyes de obediencia debida, no acalló el rumor de la conciencia; los asesinos seguían campantes y olvidadizos, los parientes de los secuestrados, con su memoria en vivo, los muertos, muertos. Hoy, casi treinta años después del inicio de la dictadura militar, los inocentes han podido volver al lugar del crimen, acompañados de jueces y testigos, y sólo ahora, con el encarcelamiento de los culpables, la reapertura de causas malamente sobreseídas, la identificación de nuevos "hijos robados", se instaura el esencial principio de la verdad debida.

¿Podría -o debería- pasar lo mismo en España? Al llegar a este punto en las conversaciones siempre sale el nombre de Fraga Iribarne. No es el único, pero sí el más distinguido de los antiguos colaboradores de un régimen ilegal y coercitivo que, en lugar de responder (presumiblemente en la cárcel) por sus actos, alguno -caso Grimau, caso Vitoria- de índole criminal, ocupa una de las altas instancias del Estado y crió a sus pechos una camada de políticos que han gobernado la nación ocho años mamando de sus rancias ideas y hasta de sus siglas. En Hungría, en la República Checa, en los tres países bálticos, he visto en la picota de un museo o un parque de la ignominia fotos y estatuas de dignatarios locales que fueron esbirros de la represiva nomenklatura soviética; aquí, los retratos de Fraga ocupan sedes parlamentarias y despachos públicos, y su fotografía adorna casi todos los días, revestida del honor de su cargo, las páginas de nuestros diarios.

Todos queremos, naturalmente, una España tranquila, y la venganza no es un plato que alimente la convivencia. Pero hay fantasmas al acecho, infatigables si no ponemos un poco de orden en las fechorías que los hacen volver de ultratumba. El PP tiene aún guardados muchos esqueletos malolientes en sus archivadores. Es un partido que no ha pasado ninguna revolución interna, y ni siquiera tuvo su pequeño Bad Godesberg o su Suresnes; de ahí la flagrante incomodidad que todavía siente cuando hay que condenar el levantamiento fascista, cambiar rótulos o símbolos del pasado, poner a la Iglesia católica en su sitio estrictamente espiritual, homenajear a las Brigadas Internacionales, restituir lo suyo a los republicanos y demás perdedores de la posguerra. Por la misma razón, hemos tenido que asistir al espectáculo del regreso al poder del Opus Dei, la pertenencia a sectas fundamentalistas cristianas de ministros, diputados y concejales, la negación de los derechos civiles elementales a grandes minorías de la población, el desplante y la falsedad como instrumentos de gobierno.

Tal vez sea prudencial que el Gabinete recién formado por Rodríguez Zapatero no se ocupe de liderar la exigencia de cuentas políticas a los salientes, aunque sí tendrán que tramitarla las altas instituciones electas y tribunales del Estado -sin ningún tipo de impedimento- en el caso de que iniciativas ciudadanas como la citada al comienzo del artículo prosperen. No olvidemos que Aznar y sus ministros (Rajoy uno de ellos) se marchan dejando bien visibles las negras estelas del Prestige y el Yak 42, la imagen del apretón bélico de las Azores, y cada día que pasa más resonantes las mentiras reiteradas ante el Parlamento y la opinión pública sobre las armas de destrucción masiva de Sadam Husein; todo ello, sin dignarse aceptar una investigación parlamentaria de tales hechos, algo a lo que al menos sí se han sometido en sus respectivos países los socios principales de la ocupación de Irak, Blair y Bush, y que aquí se está haciendo inaplazable. En bien de su propio futuro y en el de nuestra sanidad democrática, el PP necesita suministrarse cuanto antes una purga autocrítica (o, alternativamente, una lavativa propinada por la sociedad civil). La operación serviría para quitarle la celulitis franquista, rebajando de paso los humos que ni siquiera la derrota del 14-M le ha hecho perder a la cúpula del PP y a su enjambre radiofónico y columnar de sicofantes.

Mientras llega ese momento salutífero, yo sigo, con algún millón que otro de españoles, viendo el pasado de mi porvenir. Esperanzado pero algo intranquilo. ¿Que nadie se decide, en aras de la concordia, a instalar nuestra gran galería de los horrores? Pues hagamos lo que los húngaros, que el pasado 1 de mayo, para celebrar su entrada en la UE, echaron a la basura en una plaza de Budapest todos los enseres que aún conservaban de la época de la dominación soviética. Por algún sitio andarán los millares de libros censurados, las condenas de muerte firmadas, las cañas de pescar del Caudillo, los collares de Carmen Polo, el bañador radiactivo de Fraga. Justicia poética. Si no al museo, al fuego.

Vicente Molina Foix es escritor.

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