Integrismo y tortura
Los tiempos de Bush junior no están siendo buenos tiempos para los Derechos Humanos en Norteamérica. Su primer mandato no sólo ha supuesto un retroceso notable en el reconocimiento de los derechos de la persona y en la práctica de las libertades, sino, sobre todo, ha deslegitimado su carácter universal e impedido su ejercicio. Los presos de Guantánamo, la censura y autocensura a que se ha visto sometida la información y la lucha contra la Corte Penal Internacional han sido las expresiones más palmarias de esta política y de sus comportamientos. Ahora, la tortura corona una conducta política que es la negación frontal de la democracia. Pero todo ello no son accidentes imprevistos, ni servidumbres derivadas de las necesidades de la guerra, son consecuencias de una concepción mesiánica del quehacer público, son corolario de una ideología nacional-religiosa a la que se llama integrismo político -ACAT Fondamentalisme, intégrisme. Une menace pour les Droits de l'Homme, Bayard Edit; 1997 y Joel Carpenter Revive us again: The Reawakening of American Fundamentalism, Oxford Univ. Press 1997- y de la que fueron acabados ejemplos, en el siglo XX, los autocratismos sureuropeos, en especial el franquismo y el salazarismo. Cuando Bush proclama su doctrina sobre el Bien y el Mal, cuando nos anuncia las cruzadas que su antagonismo reclama, cuando se autoconstituye en paladín de la guerra permanente por el Bien que encarna EE UU, con su American way of life y su Pax americana, nos está transmitiendo su convicción de que, más allá y por debajo del cinismo retórico de un líder político avezado a todos los usos fulleros del discurso, fue escogido por Dios para ser Presidente y convertirse, gracias al poder norteamericano, en su mensajero en el mundo.
En un programa de la cadena PBS del 3 de mayo, un grupo de personalidades y de periodistas tejanos amigos del presidente Bush insistieron en que para él fe y patria son inseparables y en que por eso la guerra americana en Irak es una guerra santa. De igual modo cuando Rumsfeld afirma que los iraquíes quieren ser americanos, lo que está diciendo es que el Bien es americano y que ese Bien es irresistible. Por la misma razón la universalidad no puede predicarse de los valores occidentales en cuanto tales, sino sólo en su versión americana. De aquí la impugnación de cualquier instancia moral o jurídica que pretenda juzgar acciones de los ciudadanos americanos. Lo propio de la consideración integrista del Bien es su condición absoluta que lo hace irrechazable y conlleva la obligatoriedad de conocerlo. Y éste es el fundamento de la tortura cuyo propósito capital es llevar al hereje-reo-criminal al autodescubrimiento del Bien, que sus acciones le ocultan. La ritualidad de la práctica de los torturadores, formalizadas sobre todo por la Inquisición (Joseph Perez, Crónica de la Inquisición española, 2002), apuntan al autodesvelamiento por el torturado de su esencia infamante, le empujan a que asuma su naturaleza herético-criminal que pone en peligro no sólo su propia salvación sino la paz común. La herejía que es un pecado contra Dios es también un crimen contra la unidad de la patria basada en la unidad de la fe y contra la cohesión de la sociedad. La estructura ritual de la tortura, tan bien reflejada en los Autos de fe, exige un ceremonial específico que los torturadores de la cárcel Abu Ghraib parecen haber copiado de la Inquisición: desnudar a los reos, someterlos a diversos tormentos, revestirlos con batas rugosas que denotan su indignidad -el sambenito o saco benedicto-, el hacerles adoptar posiciones físicas insostenibles y finalmente perennizar el rito mediante fotografías, entonces mediante pinturas: el Auto de fe de Santo Domingo de Guzmán, obra de Pedro Berruguete y el Auto de Madrid de 1680, pintado por Francisco de Rizzi. Para el integrismo político la tortura es sólo un mecanismo para acceder al Bien.
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