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Columna
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Duchas de agua fría

A estas alturas de la película, pasados ya unos cuantos meses, se extiende la decepción y el pesimismo entre los sectores ciudadanos que aplaudieron el pacto tripartito. Algo está fallando, y no me refiero sólo a los problemas que han levantado el polvo de la opinión pública (nombramientos inadecuados, polémicos informes, crisis institucionales como la del Institut Llull). Ni siquiera me refiero a la tremenda ventolera que produjo la visita de Carod a Perpiñán, ya muy apaciguada después del impensable atentado de Atocha y del súbito cambio político que se ha producido en el Gobierno de España (a pesar de que una ETA más troglodítica que nunca reaparece ahora con la pretensión de sacar nueva tajada). Me refiero a la impresión que da este Gobierno de estar todo el día cosiendo descosidos, de tener que dedicar los mayores esfuerzos a achicar el agua que ha entrado por sus propias vías en lugar de hinchar las velas de la ilusión y de promover los cambios de rumbo que tantos esperaban. Esperaba mucho la ciudadanía de este Gobierno y en pocos meses cree estar recibiendo, básicamente, duchas de agua fría.

Es pronto, sin embargo, para afirmar que no tiene rumbo. Arrancó, es cierto, de manera confusa y atropellada. Descoloca el aturullamiento con el que ofrece sus alternativas. El ciudadano puede entender las dificultades de un cambio que es más de régimen que de gobierno. No es fácil cambiar una inercia de 23 años. No es fácil cambiar una Administración fundada por un partido-régimen descabalgado por los pelos. No es fácil hacerlo a tres bandas (y menos entre socios recelosos). Es difícil, por supuesto. Pero, al cabo de unos meses, debería haber explicado si ha hecho los deberes básicos: un análisis de lo encontrado, un diagnóstico del estado del país y una apuesta terapéutica (es decir, estratégica). La ciudadanía espera un mapa que explique dónde y cómo estamos y qué reformas van a intentarse para situarnos en un mejor escenario. Es lo que ha faltado en cultura: no sabemos ni el estado de las cosas encontradas, ni el camino por el que se pretende avanzar, y si la opinión pública no conoce el mapa, es fácil que cunda la demagogia de los que se marcharon.

A los expertos en comunicación les sorprende la manera como el tripartito explica su política. En tiempos de Jordi Pujol la Generalitat era, básicamente, una agencia de publicidad. Ahora, en cambio, se comunica con la ciudadanía con rudimentaria austeridad. Desde esta óptica comunicativa, tampoco se entiende la valentía de este Gobierno. Es capaz de plantear unas medidas impopulares (la subida de los impuestos de la gasolina para subvenir la necesidades hospitalarias o el estudio del pago por visita) sin haber relatado previamente, a bombo y platillo, con el máximo detalle económico, el dramático déficit que ha heredado en Sanidad. Bien es verdad que a veces los problemas explotan de golpe: explota un motín en una cárcel y se descubre que durante años las inversiones carcelarias fueron pintadas al óleo. Lo mismo podría decirse de Bienestar social. Nuestra gran bomba de relojería social son los barrios en los que la nueva y la vieja inmigración están a punto de chocar por la degradación del espacio y los servicios públicos; pues bien: ¿cómo anda el plan del que se informó hace un par de meses? ¿Avanza a buen ritmo o retrocede? El Gobierno no lo explica y a nadie parece preocuparle. Lo mismo cabría decir respecto de la política de vivienda. Esta misma semana hemos tenido noticia de dos importantes iniciativas en vivienda pública de dos administraciones tripartitas: la del Ayuntamiento de Barcelona y la de la Generalitat: ¿por qué no coordinan estos programas a fin de que se palpe que la inquietud gubernamental es ahora fundamentalmente social tal como el pacto del Tinell en teoría proclamaba?

En estos momentos (y a la espera de lo que pueda dar de sí la discusión pública sobre el paralizante déficit heredado de la larguísima administración pujolista), algo aparece con meridiana claridad en el horizonte: mientras el mundo ha tomado conciencia de haber entrado en una nueva etapa histórica, llena de inquietantes incertidumbres, los temas de discusión en Cataluña siguen siendo los mismos que durante la etapa anterior. La selección de hockey, los papeles de Salamanca, la supuesta ruptura de los Països Catalans. Los símbolos continúan siendo más importantes que las reformas sociales, ambientales y económicas pactadas en el Tinell. El Gobierno de las izquierdas está siendo puesto en cuestión una y otra vez en nombre de una patria en la que, a juzgar por el modo en que se subraya la información en nuestros medios públicos, puede llegar a tener más importancia la selección de futbito que el aumento del salario mínimo. El principal combate de este nuevo Gobierno está por iniciar: el cambio ideológico. El nuevo huracán mundial está cambiando en todas partes las conciencias, pero parece no existir para nosotros, encerrados en el mismo juguete de siempre, incapaces de abrir los ojos a la realidad y de establecer las prioridades de acuerdo con ella. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Cataluña? ¿De los pleitos de Patufet?

Alguien ha rescatado un adjetivo -"gallináceo"- que Josep Pla usaba para referirse a la altura que generalmente alcanzan los vuelos en este país. No es excusa saber que muchos de los que ahora emplean el adjetivo, jamás se inquietaron ante el formidable corral que reunió durante su infinito pastoreo el aparato pujolista. Leo, por ejemplo, que el sindicato de escritores catalanes recoge firmas para criticar la ruptura del Llull. Nunca antes criticaron a Pujol, que abandonó tranquilamente a nuestra literatura en las gélidas y oceánicas aguas del mercado liberal (no estará de más recordar que presidir la asociación de escritores permitía acceder a algún consolador carguito). No es excusa que esta asociación sea ahora instrumentalizada por la oposición. No van a callar los críticos interesados aunque se recuerden todos y cada uno de los errores de la etapa pujolista. Las críticas sólo desaparecerán con la excelencia. Este Gobierno no puede permitirse el lujo de ser mediocre. Se combate al adversario no encastillándose ante las críticas, sino con proyectos, transparencia y buen gobierno.

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