¿Quién le teme a Hugo Chávez?
"Cuando leo y oigo las expresiones de la jerarquía católica, me provoca repetir la frase de Cristo en la cruz 'perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen'; perdona a la jerarquía católica venezolana por haber olvidado la opción preferencial por los pobres, perdónalos por haberse alineado con los más oscuros intereses que arremeten contra un pueblo". "Perdónalos porque, cual Judas, se alinearon con los más nefastos intereses de la oligarquía venezolana".
Así se abrió la pasada Semana Santa venezolana, con un tronituante sermón dominical del presidente Chávez contra una Iglesia que simplemente había reclamado que se cumpliera el acuerdo del 23 de mayo de 2003 entre el Gobierno y la OEA, para realizar un referéndum constitucional sobre la revocación del mandato gubernamental.
Si esto fuera un episodio aislado, podría quedar en el repertorio del folclore político caribeño, pero no es así. Los recientes informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Sociedad Interamericana de Prensa son documentos que no pueden dejar de preocupar a quien se interese por la suerte de la democracia.
La Comisión Interamericana concluye que existe una "clara debilidad de los pilares fundamentales para la existencia de un Estado de derecho en un sistema democrático", aludiendo concretamente a la militarización progresiva de la Administración, a la pérdida de independencia de la justicia, al acoso permanente a la prensa y a la aparición de grupos armados parapoliciales. Por esta razón, el propio presidente calificó a los miembros de la Comisión de "ridículos" y "protectores de delincuentes" por haber solicitado una medida cautelar para proteger a la empresa de televisión Globovisión del secuestro de sus equipos de transmisión por funcionarios del Estado. El documento de la SIP, por su parte, abunda en ejemplos de esta naturaleza, demostrando con hechos que se ha hecho muy difícil el ejercicio libre de la prensa en Venezuela, cercada por multas, juicios de responsabilidad y normas restrictivas de reciente aprobación.
Es muy contundente como documento la carta de renuncia del embajador de Venezuela ante las Naciones Unidas, Milos Alcalay, quien dejó su cargo al advertir que no era "posible representar una diplomacia de Estado en un entorno conflictivo como el actual, que niega los derechos humanos, desequilibra la democracia y afecta el diálogo". La carta alude, concretamente, a la represión desatada el 27 de febrero durante la instalación de la Cumbre del G-15, a las notorias restricciones impuestas al referéndum revocatorio luego de reunidas las firmas por la oposición y a los enfrentamientos personales del propio presidente con países como Chile, EE UU, Colombia, Dominicana o España.
El hecho es que en un clima de crispación se trata de que se llegue pacíficamente al famoso referéndum revocatorio del presidente, novedad constitucional establecida por vez primera en la Constitución de 1992, que prohijó la Revolución Bolivariana. Fueron notables las restricciones impuestas a la recolección de firmas, realizadas con un funcionario del régimen a la vista y en un papel de seguridad. Aun así, se reunieron, y a partir de allí se desataron una y otra vez cortapisas, que comenzaron desde el primer día de la recolección, mientras las colas serpenteaban delante de las mesas electorales en todo el país y el propio presidente denunciaba anticipadamente un "megafraude".
Realmente no se puede tapar el cielo con un harnero. No hay duda de que estamos ante un Gobierno elegido por el pueblo en 1998, como tampoco hay dudas de que existe una movilización opositora en la sociedad que se ha expresado multitudinariamente de mil modos y que hoy lo que reclama es poder votar. Votar conforme a un mecanismo previsto en la Constitución. Votar conforme a un procedimiento que el propio Gobierno aceptó en un formal acuerdo con intervención internacional.
Hay quienes dan el caso por perdido y hablan de una dictadura ya formalizada. Es evidente que existen hoy hechos y prácticas antidemocráticas, pero aún existen formalidades que habilitan a salidas políticas en términos constitucionales. Ello nos recuerda al caso de Nicaragua, cuando la revolución sandinista de 1979 parecía encaminarse hacia una segunda Cuba y los EE UU se crispaban tratándonos de ingenuos a los miembros del Grupo de Contadora, porque intentábamos preservar la libertad política fundamental y el recurso democrático de las elecciones. Aquello estuvo a punto de ser un nuevo Vietnam, pero culminó felizmente en 1990 con las elecciones que le dieron el triunfo a Violeta Chamorro, viuda de un célebre periodista asesinado por la dictadura de Somoza. Lo de Venezuela no es igual porque el sandinismo había emanado de una revolución y no de una elección, como es el caso de Chávez. Aunque se parece, porque el Gobierno ha restringido libertades fundamentales y proclama su derecho a seguir por años y años. Y se parece, también, porque la "revolución", en este caso bolivariana y con presidente elegido, ha ubicado a los EE UU como enemigo número uno, generando a partir de allí la confusión que suele darse en el mundo cuando esto ocurre.
Varios gobiernos democráticos han hecho esfuerzos serios y honestos por preservar la vida democrática en Venezuela sin que hayan sido suficientes. A tres meses largos de recolectadas las firmas, se siguen dando volteretas para frustrar su solicitud. ¿Esperaremos a que el pronunciamiento se haga irreversible y nos deslicemos definitivamente a la situación de facto? El presidente alega un gran apoyo popular, y es verdad que en buena medida lo tiene. ¿Por qué temerle, entonces, a un referéndum que él mismo pergeñó y que él mismo aceptó realizar?
Mientras tanto, la sociedad venezolana sigue resquebrajándose; los odios, creciendo, y la economía, derrumbándose, pese a los espectaculares precios del petróleo. El propio presidente podría pensar que él mismo no tiene un buen futuro en medio de esa refriega constante que le ha llevado al dispendio de enormes recursos y que su "revolución" sólo valdrá si la legitima en las urnas. Es lo que, a su vez, todos los gobiernos democráticos deben asumir, para cumplir su rol, que no es intervenir en la vida interna de un país, pero sí exigirle respeto a los derechos fundamentales y a la institucionalidad democrática comprometida internacionalmente. Ésa es una responsabilidad muy especial de los gobiernos proclamados de izquierda, que alguna influencia todavía poseen y no deben dejarse enredar en la trampa dialéctica de que resulta aceptable a cualquier precio todo aquello que confronte con los EE UU.
Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.
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