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LA POSGUERRA DE IRAK | La entrevista
Columna
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Sin ninguna gracia

La Feria del Libro, en la capital ahora de la tragedia que es Madrid, ya es inminente. Lo es también el aluvión de soluciones literarias realmente imaginativas que muchos comprarán con entusiasmo para compensar los estados de nervios en los que nos hemos sumido, unos por lo uno, otros por lo otro, pero todos por igual, hasta el final. Cuenta Manolo Vicent que está el mundo lleno de muertos vivientes no conscientes de su estado. Siempre tiene razón este levantino coqueto salvo cuando habla de moscas y toros. Habrá allí, en la Feria del Libro de Madrid, autores para todo lo que se llama ahora "sensibilidades". Están los buenos y los malos, hoscos y afables, profundos y yeyés, introspectos y un poquitín canallas, bobos y eruditos. Odio antiamericano y antitaurino compitiendo con vocaciones renacentistas y tiras de cómic más o menos afortunadas, novelas de espeleología en el alma humana y logrados croquis de construcciones religiosas y civiles por todo un mundo imposible de explorar. También estará allí Manolo con su prosa tierna y exageradamente sufridora para un vividor, siempre enfadada con algún dios lejano y culpable cuyo activismo no deja de adjudicarnos al prójimo.

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Al checo Pavel Kohout y al húngaro György Konrad, que por cierto nos visita estos días -ayer habló en el Círculo de Bellas Artes en Madrid de su Hungría, de su Europa y de sus miedos e ilusiones-, les pasa algo de lo mismo que a nuestro gran poeta de la naranja, calvo y sincero, siempre atento por sus ojos tan azulados, ya heredados en nuestra tan cercana capital de identidad que es La Habana, donde monstruos y belleza conviven en galantería. Todos ellos son creadores de un mundo bondadoso al que, hartos de reconocer infamias, resisten con hidalguía defendiendo la belleza. Los fascistas españoles y los comunistas vecinos, como los nazis alemanes, los colaboracionistas cobardes y traidores de la Francia eterna, los miserables mercenarios de la América profunda y los asesinos vocacionales de países árabes quebrados y zaheridos, forman todos parte de esa imaginación que nos hace cuestionarnos si es mejor convivir o morir con los seres que nos quieren hacer cómplices sin fin de su falta de compasión.

Ninguno de ellos es indiferente a la crueldad. No pueden serlo porque la conocen y ninguno deja de sufrir la impenitencia de quienes sobreviven porque no tienen otra opción aceptable, asumible y propia que la de morir matando. Ni ellos ni Churchill, ni Fouché antes -tan implacable él-, ni De Gaulle después -tan pagado por sí mismo-, ni nadie que nos haya aportado calidad en las relaciones humanas puede ser indiferente ante lo que hoy sucede y los miles de muertos que asumimos como bagaje ya en nuestra lucha contra un enemigo implacable o en nuestro odio a los propios principios que sustentan nuestra vida en libertad.

Tiene gracia -o no- que quienes consideran lógico que un encapuchado degüelle a un americano se asusten porque un americano humilla al hermano del encapuchado. Tiene gracia que Stefan Zweig tuviera que llorar con Joseph Roth por una cultura que era aniquilada cuando tantos se regocijaban con las llamas que surgían de miles de libros en la plaza de la Ópera de Berlín en 1934. Tiene gracia que seamos tan sensibles los unos al llorar al enemigo cuando el vencido y muerto se despide satisfecho de percibir el sufrimiento inminente de mis hijos o familiares. De quienes jamás quemaríamos un libro porque toda letra, hasta la más necia, nos es sagrada. No tiene ninguna gracia que ahora, cuando llega la Feria Del Libro, seamos tantos los que nos vemos como defensores de la letra mientras otros jalean hasta el crimen lo que supone matar a nuestros compañeros de vida con ese afán justiciero surgido de leyes intolerables para el hombre. No tiene, finalmente, ninguna gracia que haya gentes en nuestras vidas que nos condenan y persiguen porque nos negamos a la sumisión total de nuestras sociedades a las suyas fracasadas, y no aceptamos la rendición incondicional a cambio de una paz infinita que no sería sino la omnipresencia totalitaria de su miseria. No tiene gracia. Y por ello mismo, en Irak ante todo, pero no sólo allí, nos negamos a concedérsela. Sin condiciones ni matices. Cuando todo se ha hecho mal, es el momento de enmendar y ganar, porque lo contrario sería enterrarnos en una sima de horror.

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