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Columna
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Americanos

Yo desembarqué junto a John Wayne en la playa de Omaha. Aquel día D y en la hora H me lancé también en paracaídas junto a las tropas que mandaba Henry Fonda y seguí con pasión las hazañas de Robert Mitchum, y un jovencísimo Sean Connery cuando aún no trabajaba para los servicios secretos de su graciosa majestad. Sí, en aquel El día más largo de celuloide yo iba con los americanos, que me parecían unos tíos de puta madre que se jugaban la vida por liberar a Europa de ese tipo asqueroso llamado Adolf Hitler. Mi particular desembarco en Normandía lo viví en el patio de butacas del cine Roma, la sala de proyección que le daba vidilla al barrio cuando en el distrito de Chamartín aún pastaban ovejas. La batalla de las Ardenas aún fue más emocionante porque me la trajeron a la puerta de casa. En los estudios Sevilla Film de la avenida de Pío XII montaron una reproducción en cartón piedra de Bastogne, la localidad belga en la que miles de soldados norteamericanos quedaron atrapados por las divisiones blindadas que Hitler envió en su último y desesperado esfuerzo por cruzar el Mosa y partir en dos el frente aliado. En mi afán por participar en la contienda, me saltaba la valla para burlar la vigilancia de los estudios y mezclarme con esos tipos duros como Charles Bronson o Telly Savalas, que pululaban por allí con sus uniformes de campaña. Es verdad que la expulsión en pantalón corto y tirándome de las orejas resultaba algo humillante, pero merecía la pena. Corrían los años sesenta y en Madrid los americanos de Torrejón con sus haigas de ensueño, además de a dólares, olían también a libertad. Después, la guerra de Vietnam me confundió un poco. Hube de atribuir a mi puericia el no entender qué pintaban los B-52 abrasando con napalm a esos pobres chinitos que llamaban charlys.

Veinte años más tarde, Sylvester Stallone, con su tanga de Rambo, trataría de convencernos de que se merecían eso y mucho más porque los vietnamitas le torturaban sin piedad. He de admitir mis contradicciones, detesto la guerra pero me fascina el cine bélico, y en una industria dominada por las grandes productoras de Hollywood los soldados americanos siempre son los buenos. Ésa fue la imagen que el celuloide logró proyectar sobre nuestro subconsciente hasta que conocimos las proezas de la soldado Lynndie England. England es la joven que todo el planeta ha visto fotografiada arrastrando a un iraquí con una correa atada al cuello y posando burlona con un cigarrillo en la boca apuntando con la mano a los genitales de un preso. A sus 21 años, esta moza de Kentucky junto a otros compañeros de la soldadesca se ha convertido en la imagen de la tortura. Escenas terribles que revelan un comportamiento que creíamos inimaginable en el ejército de un país civilizado. Instantáneas que prometen resultar ingenuas comparadas con las que, según ha reconocido el Pentágono, están por venir. Fotografías y vídeos que retratan violaciones, palizas y actos inhumanos de tal crueldad que empalidecerían las perversiones del mismísimo Anibal Lecter. Sadismo puro y duro en la prisión de Abu Ghraib, precisamente el símbolo de la represión y del terror en la última etapa de Sadam Husein.

Nadie en su sano juicio puede creer que lo acontecido allí se debe a un fallo en la cadena de mando que propició la brutalidad de un grupo aislado de psicópatas. Los soldados acusados de vejar y martirizar a los cautivos recibieron órdenes expresas de los servicios de inteligencia militar y de la CIA para que "ablandaran" a los presos convirtiendo su vida en un infierno. El mismo infierno en el que han sumido el prestigio de Estados Unidos ante el resto del mundo. Me consta que son muchos los norteamericanos que rechazan el despotismo de su presidente y el cinismo repugnante de su secretario de Defensa, de los que sin duda emanan esas atrocidades. En su día y como en tantas ciudades del mundo un millón de madrileños salió a la calle para intentar parar la guerra. Los tres chulitos de las Azores desoyeron el clamor popular y desataron una locura que a Madrid le ha costado ya 200 muertos. La de Irak ha sido una guerra inmoral, llena de intereses oscuros y grandes mentiras. Nunca tuvo ni la causa ni la épica que impulsó a los americanos en las playas normandas o en los bosques de las Ardenas. Y un ejército que tortura no merece ni salir en las películas.

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