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Bush en los infiernos

Rafael Argullol

Aunque en absoluto pueda reproducirse, ni mínimamente, la infinita soledad del torturado sí podemos intuir las condiciones que se exige el torturador para llevar a cabo la ceremonia más infame concebida por el hombre: el despojamiento sin límites de la víctima, su conversión a una nada viviente, su reducción a una materia inanimada. En esta ceremonia de aniquilación paulatina -única, por cierto, entre las especies animales- es necesario el sometimiento completo del cuerpo, a través de la manipulación de los sentidos y el embotamiento de la conciencia, para desposeer al sacrificado de las últimas células de libertad. Y en el altar del sacrificio vale todo: el acoso, la herida, la violación, el asesinato.

Hace un tiempo vi en una galería de Nueva York una singular exposición en la que se mostraban fotos, tomadas por soldados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, que las tropas aliadas habían hallado en los bolsillos de los cadáveres encontrados a su paso. Tras permanecer varios decenios en un oscuro archivo reaparecían espectralmente para mostrar imágenes de seres anónimos que los fotógrafos, antes de morir, habían capturado con ambiguas finalidades. En la mayoría de las fotografías surgían los restos de combatientes enemigos, una irónica paradoja provocada por la cámara de los que pronto morirían, ellos también. Pero del sarcasmo se pasaba a la abyección cuando algunos modernos taxidermistas habían disecado con sus objetivos los cuerpos vulnerados de detenidos y, lo que todavía resultaba más repugnante, los rituales mismos de vulneración. Al torturador no le había bastado su saqueo secreto sino que necesitaba mostrar el sórdido trofeo y la fotografía facilitaba una recreación permanente de su acto, que quedaba así multiplicado y eternizado. Ningún torturador del pasado había tenido tal posibilidad.

No he podido dejar de recordar esta exposición cuando he visto las fotos procedentes de la cárcel de Abu Ghraib. La única diferencia es que ahora las cámaras digitales han masificado hasta tal punto lo ocurrido que el mundo se parece a una galería de horror en la que algunos hipócritas proclaman que todo se ha debido a un lamentable equívoco. Por lo demás la escenografía es la misma si cambiamos el blanco y negro de las imágenes de los soldados alemanes por los colores de las de los norteamericanos: prisioneros encapuchados, cuerpos desnudos, descargas eléctricas, amenazas de muerte que en cualquier momento dejan de ser únicamente amenazas, todo aquello, en definitiva, que conduzca a que "los detenidos se sientan seres humanos inservibles" según se indica en la lista de presiones aceptables aprobada por el Pentágono.

No debe sorprender en absoluto que en la tarea de matar el alma del prisionero juegue, siempre, una función central la humillación sexual, el camino más directo para el pillaje de la dignidad y la destrucción de la resistencia del sacrificado que marcha paralelo, evidentemente, a la complacencia del sacrificador que así puede interpretar el dolor ajeno como fuente del goce y diversión propios. El exterminio de la conciencia a través de la violación de la carne ha sido perfectamente expresado por un Sade o un Bataille pero sobretodo por el más elocuente de los documentos modernos sobre la tortura, el Informe Sábato dedicado a las cárceles de la dictadura argentina. Lo escandaloso de Abu Ghraib, la prisión favorita de Sadam Husein, es que la macabra obra escenificada por los militares norteamericanos, con sus pirámides de cuerpos desnudos, sus fechorías sexuales, sus sangrientas pantomimas de perros rabiosos y cuerpos desamparados en nada desmerece a aquel descenso en el vértigo que filmó Pier Paolo Pasolini en su película maldita Saló.

Pero Saló trataba del fascismo y Estados Unidos es un país honorable (si queremos hacer el parangón de lo que dice Marco Aurelio en el Julio César de Shakespeare) ¿Entonces? ¿Hasta dónde lleva la pequeña silueta de la soldado England jugando a disparar sobre un grupo de prisioneros iraquíes desnudos y encapuchados? ¿Un caso aislado? Las cámaras digitales distribuyendo las torturas por doquier indican lo contrario. ¿Una conducta espontánea? Las técnicas de presión recomendadas por el Pentágono no lo sugieren. ¿Unos degenerados sin instrucciones? Tampoco. Las coincidencias con el Informe Sábato son elocuentes. Hay instrucciones, hay instructores. Imposible que no haya, asimismo, un conocimiento por parte de los mandos. Incluso del Mando.

El terreno estaba perfectamente abonado, pese a que ahora haya rasgadura de vestimentas, desde que la sociedad americana y, por omisión, también el mundo en general aceptaron la impunidad de un microcosmos totalitario como Guantánamo. Por miedo, por inseguridad, por cobardía, unos y otros han permitido que se perpetuara un universo carcelario de seres a los que también se había desprovisto de alma tras dejarlos al margen de toda norma y toda ley, no en nombre del terrorismo o la tiranía, sino en nombre de la democracia. No sabemos qué ha pasado en Guantánamo ni posiblemente nunca lo sabremos. Pero podemos intuir que allí se ha perdido definitivamente la "inocencia democrática" de Estados Unidos y que los fantasmas que allí se han liberado han estallado públicamente en Irak.

Pero cuando el mundo calló, o casi no habló, ante esas jaulas de presos afganos a los que se había cortado toda comunicación sensorial se extendió una red oscura de complicidades y de temores que venían de lejos. Tras intervenir bélicamente en 30 países en el último medio siglo, la mayoría de las veces sin beneficio alguno para la democracia, como demostró pormenorizadamente Gore Vidal en El último imperio, Estados Unidos ha alimentado una imagen arrogante y excluyente de su destino, superior al destino de los demás pueblos.

El peor y más difundido cine norteamericano ha sido la caja de resonancia de esa creencia: tampoco en las películas bélicas de Hollywood los enemigos de EE UU tienen alma y, de tenerla, pueden ser tranquilamente desposeídos de ella. Todos los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial hemos sido "educados" cinematográficamente y televisivamente en la idea de que, frente al héroe americano, capaz de épica y lírica, de valiente patriotismo y arraigados sentimientos, han surgido sucesivos ejércitos de la oscuridad que, independientemente de la procedencia geográfica, tenían en común el mecanicismo anónimo de sus conductas y un desdibujamiento

espiritual que los convertía en inhumanos. Y entre lo inhumano es ocioso preguntarse por los límites del propio comportamiento. Es posible que en los métodos de Estados Unidos en tantas guerras haya prevalecido la herencia colonialista. Al fin y al cabo si el diablo, para su íntimo regocijo, debiera hacer su crónica moderna del mal nunca olvidaría el episodio de la tortura francesa en la Argelia de la lucha por la independencia, espejo y matriz de tantos otros episodios de igual oprobio que contaminaron las tropas de ocupación y, asimismo, en terrible simetría, a los pueblos colonizados, depositarios de violencias casi inenarrables como las descritas por Jean Hatzfeld en Una temporada de machetes. Sin embargo, hay algo que va más allá de esa herencia y nos coloca ante inquietantes presagios. Estados Unidos ha caído demasiado repetidamente en la tentación de identificar su enorme poder con una no menos enorme capacidad de bien, de bondad, de infalibilidad y, en suma, de destino. Pero ninguna Administración anterior, ni siquiera la de Reagan, ha encarnado tan cristalinamente esta identificación con el recurso a una teología tan simple como demoledora. Que Dios es un personaje habitual en las reuniones de la Casa Blanca es un hecho sobre el que hay numerosos testimonios, el último de los cuales es el ex-coordinador antiterrorista del Gobierno norteamericano, Richard Clarke: 'El presidente Bush cree que tiene el don divino de la sabiduría. Tiene una idea de su relación con Dios que afecta a la manera en que realiza su trabajo'. Puede que Bush sea algo más lunático que quienes le rodean, pero éstos están tan dispuestos como él a fomentar la relación especial con Dios, porque saben que asegura buenos rendimientos ante una sociedad que tiende a estar convencida de que también ella goza de un vínculo con lo divino del que están desprovistos otros pueblos. Es difícil creer en la ingenuidad teológica de tipos como Cheney, Rumsfeld o Wolfowitz pero asimismo es difícil suponer que tales individuos dejen de utilizar un filón que supone magníficos dividendos. Cuando se tiene un Dios tan incondicional y un poder desmesurado para experimentar en el mundo el peso de tal incondicionalidad, ¿dónde se sitúan los límites? Podemos invertir la máxima existencialista: si existe Dios -ese Dios tan incondicional- todo es posible. El terrorismo de unos y la trágica prepotencia de otros. En esa confusión se incuba el totalitarismo del futuro. El Eje del Bien, adornado exteriormente por filantrópicos discursos, se enraíza en las ominosas checas de Abu Ghraib. Deberíamos mirar de frente estos hechos. También la sociedad norteamericana. También, si quieren hacerlo, sus dirigentes. Antes o después los torturados asimismo miran de frente. En Una temporada de machetes se lee: 'Los ojos de la persona a la que matas son inmortales si te miran de frente en el momento fatal. Los ojos de los asesinados son una calamidad para el asesino si los mira. Son el reproche del muerto'.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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