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Columna
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Tri karty!

Que quiere decir -en transcripción del ruso, que ruego me disculpen los expertos- "tres cartas", las que necesita conocer Herman, el protagonista de La dama de picas, para ganar en el juego y ganarse para siempre a su enamorada Lisa. Pero las cosas no son tan fáciles, entre otras cosas porque el personaje tampoco lo es, porque vive entre la obsesión y la certeza, entre la duda y la fatalidad. Por eso es tan difícil de cantar y, sobre todo, de interpretar. Por eso, seguramente, así como podemos recordar enseguida grandes voces en el Borís mussorgskiano -de Pirogov a Kotcherga- o grandes Lenski en Eugene Oneguin -de Lemeshev a Burrows-, cuesta mucho más pensar en el Herman perfecto y seguimos quedándonos con sólo dos: Khnaieff y Atlantov. Herman es lo que hoy llamaríamos un jugador compulsivo, pero, además, está enamorado y, como diría un ruso, pues eso: es ruso. Quiere decirse que, junto a vicios y virtudes, debe representar, al mismo tiempo, un alma que en el momento en que se escribe la pieza de Pushkin y la ópera de Chaikovski, seguía funcionando como una evidencia clarísima por más que se tiñera entonces del barniz, un algo untuoso, que le otorgaba a sus clases altas -por supuesto, protagonistas de La dama de picas- el deseo de parecerse a los franceses, enemigos queridísimos.

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Herman, de todos modos, es otra cosa. Tiene mucho que torear, una vida interior que le hace migas cada minuto del día y la necesidad escénica de mostrarse sin que acabe por ser una caricatura de sí mismo. Debe encarnar eso que Juan Eduardo Zúñiga, supremo conocedor de la literatura rusa y gran escritor él mismo, llamó un día "la estética del riesgo absoluto", la que practicaron el propio Pushkin o su sucesor Dostoievski. Y para eso hace falta algo más que cantar bien. Y ese algo más es lo que diferencia unas óperas de otras. Por eso, también, La dama de picas es una obra maestra.

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