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¿Condenar a Franco y absolver su obra?

Si en nuestro tiempo la política posee una fortísima dimensión mediático-gestual, preciso es reconocer que en dicho ámbito el novel Gobierno de Rodríguez Zapatero está resultando maestro: desde la fulminante orden de regreso de las tropas de Irak hasta el anuncio -algo prematuro, al parecer, pero espectacular- de la rebaja del IVA aplicado a discos y libros, el Gabinete socialista ha conseguido, en sus primeros 20 días, marcar con fuerza la agenda informativa y dictar los temas sobre los que se vuelca la opinión publicada. Y el pasado fin de semana, otro golpe de efecto: la retirada de las subvenciones del Ministerio de Cultura a la Fundación Francisco Franco.

Examinemos el caso desde sus fuentes más fiables. Tengo ante mí la colección casi completa del Boletín Informativo de la Fundación Nacional Francisco Franco, desde su número 1 hasta el 94, correspondiente a abril-mayo-junio de 2003. En el primero de ellos, aparecido en la entrañable fecha del 20 de noviembre de 1977, la entidad proclamaba que su fin primordial era "concentrarse en el estudio de la era de Franco, convencida de que constituye una de las épocas estelares de la vida de España, cuyo conocimiento debe ser transmitido a las generaciones venideras". No sé si el conocimiento, pero ciertamente la exaltación nostálgica y arrobada, en prosa y en verso, de aquella etapa, de su máximo protagonista y de los acólitos de éste ha sido desde entonces la tarea principal del citado Boletín, con contribuciones de lo más granado del franquismo grafómano: Gonzalo Fernández de la Mora, Alfredo Sánchez Bella, Jesús Suevos, Antonio Izquierdo, el llorado director de El Alcázar, Juan Velarde Fuertes, etcétera. Y conviene añadir que la usura del tiempo no ha entibiado los ánimos de los panegiristas: "El Caudillo fue uno de los gobernantes más honestos, eficaces y responsables que ha tenido el país" (nº 33, 1985); "el franquismo fue una larga marcha hacia la moderación y el progreso" (nº 37, primer trimestre de 1986); "reiteramos nuestra estrecha fidelidad al 18 de julio de 1936" (nº 62, julio de 1994).

Bien; podríamos decir que lo descrito hasta aquí resulta normal: ¿qué va a hacer una fundación de nombre Francisco Franco, presidida por la hija del susodicho y nutrida por colaboradores o admiradores de la dictadura, más que ensalzarla? Pero la entidad de marras no se ha limitado a su natural labor de necrolatría; desde los primeros años, la glorificación del franquismo ha corrido pareja con el desprecio de aquello que los responsables de la fundación llaman, sin disimular su repugnancia, "la democracia parlamentaria y partitocrática". Ya en diciembre de 1978, apenas aprobada en referéndum, se mostraban hostiles hacia "una Constitución que consagra una concepción de España bien en pugna con su esencia nacional misma; que admite el principio de las nacionalidades, cuyas consecuencias lloraremos sin duda con lágrimas de sangre" (Boletín Informativo nº 10).

De entonces acá, las alusiones a "la triste y sucia realidad actual", a "la naturaleza perversa de este sistema", al "basurero que es hoy la vida española", a "la jarana constitucional" o al "disparate autonómico" han sido constantes. Y lejos de amainar o de dulcificarse, la beligerancia contra el régimen democrático ha ido en aumento; vean, si no, algunos ejemplos: "Veinte años después de la transición, cuánta ruina, cuánta decadencia, cuánta podredumbre, cuánta ineficacia abruma a la España actual. España ha descendido a lo más bajo, y en el fondo del pozo estamos. El legado de estos años horroriza y ensombrece el futuro" (nº 64, abril de 1995); "un sistema que resulta incapaz de aportar estabilidad y paz a la vida en común de los españoles y que ha hecho de esta patria un país ingobernable y roto" (nº 67, abril de 1996); "hay muchas dudas sobre el carácter legítimo del texto constitucional. (...) La Constitución ha conseguido la fragmentación de España" (nº 75, junio de 1998); "25 años de transición. Panorama el de hoy bien distinto al de aquellos jubilosos 25 años de paz. El balance de éstos, a la vista está. Por doquier, tragedia, desastre, desorden, terrorismo" (nº 84, noviembre de 2000).

Tal es, descrito con sus propias palabras, el reducto fascista y guerracivilista al que, en el último cuatrienio, la inolvidable ministra Pilar del Castillo dispensó más de 150.000 euros en ayudas para digitalizar un archivo que, por su naturaleza y contenido -29.000 documentos del despacho del anterior jefe de Estado-, debió ser siempre de titularidad pública. La decisión del nuevo Gobierno de retirar la subvención es, pues, un rasgo de estricto sentido común que no cabe más que aplaudir. Pero es también -déjenme decirlo- una decisión fácil y agradecida: ningún demócrata va a objetarla y ningún votante del PSOE va a sentirse agraviado por ella, todo lo contrario.

Ahora bien, ¿se aplicará el mismo criterio de equidad histórica y de celeridad procedimental al lacerante pleito de los papeles de Salamanca? ¿Sería coherente haber promovido la condena parlamentaria del franquismo -como el PSOE hizo en 2002-, cortar ahora todo apoyo económico a sus panegiristas... y sacralizar el resultado del saqueo documental franquista en la Cataluña de 1939, esto es, el archivo de Salamanca? ¿Prevalecerán una vez más -como ya sucediera en 1995- los pequeños intereses electoralistas y las coacciones de la derecha sobre la exigencia ética de reparar las consecuencias de la Guerra Civil, de restituir el botín de un robo con fuerza?

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La respuesta la tiene José Luis Rodríguez Zapatero, aunque las primeras manifestaciones de su ministra de Cultura, Carmen Calvo, no invitan a la euforia.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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