El plan farmacéutico del PSOE
Desde hace años, la política farmacéutica en España no es más que una deplorable sucesión de interesadas omisiones, dejadez, apariencias y despilfarro. Ahora los socialistas tampoco parecen dispuestos a mejorarla. Su plan farmacéutico está construido con teorías sin sentido. Casi todas las propuestas que lo configuran anuncian daños a la asistencia farmacéutica pública. Las siguientes, entre las principales, sirven de ejemplo:
1. "Estatuto protector para los nuevos medicamentos capaz de incentivar innovaciones terapéuticas y proteger con garantías la propiedad intelectual de la industria farmacéutica". Se diría que los socialistas todavía desconocen que en el imperfecto mercado farmacéutico no se compite por el precio, sino por diferenciación del producto; que, por tanto, una industria farmacéutica está encadenada a la investigación, obligada a obtener medicamentos diferentes, o sea, nuevos y originales, que le permitan competir con eficacia y alcanzar una posición dominante en su mercado; y que la patente de producto confiere a esos fármacos nuevos el carácter de monopolios temporales de hecho, capaces de maximizar el lucro de la empresa. En resumen, que la investigación farmacéutica no es un ejercicio de indagación científica, sino un proceso de invención de naturaleza mercantil indispensable para el desarrollo de la compañía. "Nuestro negocio es descubrir nuevos medicamentos", afirmó hace años el entonces presidente de Glaxo. ¿Puede haber mayor incentivo a la investigación que el que ya hay: cumplir la empresa su fin de hacer negocio y tener vida? ¿O mayor garantía a la propiedad que las leyes de patentes y marcas? ¿Acaso está desamparada o indefensa la opulenta industria farmacéutica? La idea de un "estatuto protector para los nuevos medicamentos" es grotesca.
El control del gasto que ofrece el plan socialista es anémico y no incluye medidas moderadoras sustanciales
2. "Nueva regulación de la promoción de medicamentos", basada en una "rebaja sustancial del porcentaje destinado a publicidad en el precio de venta", un "plan de calidad terapéutica" financiado con el ahorro de la rebaja y "limitar a tres meses el tiempo de promoción" de los nuevos fármacos. Tres medidas ilusorias. Los socialistas, por lo visto, creen que una reducción de la partida teórica de publicidad del escandallo (estructura oficial y trivial del precio) originaría la disminución precisamente de las acciones publicitarias, como causa y efecto. Es obvio, sin embargo, que cada empresa gestiona sus recursos libremente, y que al producirse un recorte de los precios reajustará los gastos del modo que entienda más provechoso para ella (en este caso, reduciría sin duda muchas otras actividades antes que la publicidad). Tampoco podría asegurarse el destino del ahorro de la rebaja: es inverosímil que los 17 servicios autónomos de salud se comprometan a sufragar un "plan de calidad terapéutica" de beneficios inciertos y lejanos, y renuncien, todos, a aliviar con la rebaja el grave agobio financiero que sufren.
"Limitar a tres meses la promoción" de los nuevos productos es otro imposible. Tal restricción mutilaría la propia naturaleza de la empresa mercantil al prohibirle la relación permanente con los consumidores, encogería la inversión en el sector, desvirtuaría aún más el mercado farmacéutico, aumentaría paradójicamente el gasto y el despilfarro farmacéuticos (se venderían más los sucesivos productos últimos y caros, ya que durante su trimestre de promoción no encontrarían la competencia de los similares preexistentes más baratos con el periodo publicitario agotado), y probablemente vulneraría el derecho "a comunicar y recibir información veraz por cualquier medio de difusión" (artículo 20.d de la Constitución Española).
3. "Refuerzo del papel de las oficinas de farmacia y de los farmacéuticos". Extinguida hace años la elaboración de remedios magistrales, la botica es hoy un simple punto de venta de medicamentos fabricados y envasados por la industria farmacéutica, de cuyo empleo nunca es responsable el farmacéutico, sino el médico que los receta o, en las especialidades publicitarias, el individuo que las compra. Su papel en el uso de los medicamentos se reduce a despachar lo que le piden. ¿Reforzar esto? No me explico para qué ni cómo podría hacerse con las propuestas socialistas: "programas de inspección de venta de productos milagro y sustancias por Internet", cuestiones de muy escasa influencia en la situación de las farmacias, y "acciones dirigidas al público sobre la necesidad del consejo del farmacéutico", aviso que ya se repite inútilmente en los abundantes anuncios televisivos de especialidades publicitarias: sólo el 4% de los clientes consulta (Bonal y García, 2002).
El Gobierno quiere establecer también "un plan de fomento a la atención farmacéutica", procedimiento artificioso que aspira a añadir funciones clínicas a los titulares de las oficinas de farmacia. Ideada en 1975, la atención farmacéutica todavía está en las nubes de la teoría experimental. Después de tan largo lapso de tiempo, ningún sistema público y ninguna aseguradora privada de ningún país, industrializado o no, ha puesto en práctica, ni siquiera ha tanteado, tal procedimiento.
4. Control del crecimiento del gasto farmacéutico. El plan recoge un conjunto de medidas peregrinas. La primera, "un sistema eficaz de precios de referencia que fomente la prescripción por principio activo", resulta ininteligible. La función de los precios de referencia es la de introducir la competencia por el precio en el imperfecto mercado farmacéutico; inexplicablemente, los socialistas pretenden aplicarlos "básicamente" a un fin muy distinto ajeno a su mecanismo de acción y utilidad: estimular las recetas por principio activo (forma de prescribir que es otro raro empeño: su capacidad de ahorro es irrelevante y a costa de coartar la libertad del médico, autorizar la injerencia del farmacéutico y a riesgo de confundir al enfermo).
La segunda medida, "visado (por la inspección) de las recetas de determinados medicamentos", es un doble copago en especie: impone al médico dependencia y papeleo, y al paciente gastos y molestias de desplazamientos, trámites y demoras del fármaco; como todos los copagos, es eficaz, pero restringido a una pequeña porción del consumo. La tercera, "un sistema de dosis personalizada" o número exacto de comprimidos para cada tratamiento que el farmacéutico saca del envase original y despacha en otro, es también de corto alcance y con efectos adversos que la limitan aún más: espera del enfermo por el reenvasado, peligro de errores y contaminaciones, desperdicio de materiales, honorarios del farmacéutico, oscurece la responsabilidad legal, no impide formar botiquines familiares (con los sobrantes de los muchos tratamientos que se incumplen) y quiebra la seguridad y calidad de la moderna producción de medicamentos con el manoseo en la rebotica.
La cuarta medida, "un programa nacional de educación sanitaria", no es más que el anuncio de otra campaña de buenas intenciones casi siempre infructuosas. La quinta y última, "exclusión de tratamientos, técnicas y medicamentos de nula o muy baja efectividad", es una utópica versión radical de los programas Prosereme de hace 20 años.
En suma, el control del gasto que ofrece el plan socialista es anémico. Resulta pasmoso que no incluya ni una sola medida moderadora sustancial: presupuesto indicativo, presupuesto global, precios de referencia bien entendidos y en tres grupos de fármacos, estímulos reales a los genéricos, formularios con signos económicos e incentivos a los médicos, extensión del copago corregida por razones de equidad, supresión de los privilegios de las farmacias (monopolio territorial, barreras de entrada, precios fijos, etcétera). Unas medidas tan reclamadas por tantos, incluido el Tribunal de Defensa de la Competencia. Con este plan farmacéutico sólo cabe hacer borrón y cuenta nueva, es decir, otro plan hecho con conocimiento de causa.
Enrique Costas Lombardía es economista.
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