Respuesta a la embajadora
La réplica de la embajadora de Colombia (carta al director del 25 de abril) a mis declaraciones aparecidas en la edición del pasado 22 de abril (página 9), concluye comparándome con un sacerdote español, quien, según la embajadora, habría fundado el Ejército de Liberación Nacional en Colombia. Tal exceso en la réplica refleja precisamente uno de los rasgos del Gobierno que ella representa, que consiste en asumir las acciones legítimas de protesta cívica o de reclamos hechos en los marcos de la ley como si fuesen expresiones de insurgencia armada. Hace apenas unos meses el mismo presidente Uribe calificaba a los defensores de los derechos humanos como "defensores del terrorismo".
Si he afirmado que el actual Gobierno de Colombia adelanta un proceso de paramilitarización del país, las razones que me asisten para decirlo se distancian mucho de la lectura que hace la embajadora de la realidad y de la historia de Colombia. Ella no toma en cuenta que la estrategia paramilitar en su origen y condiciones de subsistencia ha dependido siempre del Estado, ni entiende que las críticas a la política de "seguridad democrática" del actual Gobierno se levantan desde quienes ven arruinados sus derechos a la vida, a las libertades democráticas y a la justicia, que ciertamente no son las capas acomodadas o sectores dirigentes de la sociedad, sino los sectores más frágiles de la población que son las mayorías.
El presidente Uribe ha defendido y puesto en práctica la tesis según la cual la seguridad ciudadana depende de involucrar a capas cada vez más amplias de población civil en tareas auxiliares de la fuerza armada. En ese principio se basa precisamente el paramilitarismo desde que fue impuesto como estrategia a los gobiernos colombianos, por una misión militar estadounidense en febrero de 1962, incluso antes de que aparecieran las fuerzas guerrilleras que hoy subsisten. El presidente Uribe ha llevado este principio hasta aplicaciones extremas, abriendo amplios espacios para que los paramilitares se vayan
acomodando en un estatus legal, tales como los soldados campesinos, las redes de informantes y cooperantes y la articulación de las empresas privadas de seguridad a la estrategia militar. Borrar de esa manera las fronteras entre lo civil y lo militar no puede sino conducir a confundir la controversia civil con la confrontación armada y a que sea la fuerza armada la que dirima las diferencias ideológicas y políticas, continuando e intensificando los baños de sangre que marcan nuestro pasado. La misma 'justicia' está hoy día más determinada por actores armados, quienes confeccionan supuestos informes de inteligencia, seleccionan, preparan y remuneran 'testigos', recaudan 'pruebas', allanan residencias e interceptan comunicaciones, realizan capturas y ejercen todo tipo de presiones desde posiciones donde la imparcialidad, antaño base de toda justicia, es absolutamente imposible. El totalitarismo salta a la vista y es sufrido por quienes no comparten el modelo de una sociedad y economía sometidas a los capitales transnacionales. Si estas realidades no se viven ni se sienten desde las sedes diplomáticas, al menos debería respetarse la denuncia que se levanta desde enormes capas sociales que las sufren trágicamente.
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