¿A quién sirve el Grial transgénico?
El 19 de abril entró en vigor la nueva normativa europea sobre trazabilidad y etiquetado de los alimentos que, con mejor o peor fortuna, suelen llamarse "transgénicos". Se trata con ella de garantizar, ante todo, el derecho de los consumidores a elegir con información adecuada entre los alimentos convencionales y los que se han obtenido mediante ingeniería genética, a los que el mundo anglosajón ha dado en denominar "organismos modificados genéticamente" (OMG), un nombre que va ganando en aceptación.
El consumidor tiene derecho a elegir según sus preferencias, o según convicciones morales, como la del vegetariano que rehúsa consumir un alimento vegetal que contenga proteína animal. Etiquetado y trazabilidad que cuentan con una larga historia, garantizan la información necesaria para proteger el derecho de los consumidores a la libre elección. Pero también con este tipo de normativas se agiliza la comercialización de algunos productos, que encontraban dificultades para lograrlo mientras no existieran garantías suficientes para el público, y se genera confianza hacia un mercado, como el de los alimentos transgénicos, que por el momento algunos países europeos contemplan con prevención. Una prevención que contrasta con el interés de la Comisión de las Comunidades Europeas en potenciar la investigación y el mercado de los transgénicos en el ámbito de la Unión.
Si la Unión Europea -se dice- quiere alcanzar la meta que se propuso en Lisboa (2000) de convertirse en 2010 en la economía más competitiva y dinámica del mundo, no puede perder el tren de las biotecnologías, en este caso aplicadas a la alimentación. Y no sólo porque es muy prometedor, sino porque quien lo deja pasar pierde en capacidad investigadora, sus especialistas se ven obligados a emigrar a otros países, las universidades pierden prestigio, la industria deja de jugar una baza excepcional, y en el futuro nos vemos obligados a pagar por lo que otros han investigado y comercializado. En cualquier cálculo prudente es necesario tener en cuenta tanto el coste de hacer como el de no hacer.
Sin embargo, el tren de las biotecnologías despierta sospechas en países como el nuestro. Y no porque, por decirlo con Daniel Ramón, repugne la modificación genética de la naturaleza, que en realidad viene practicándose desde el neolítico, desde que se inventó el cruce de parentales para mejorar las cualidades de animales y plantas, ni tampoco por una especial aversión al uso de la ingeniería genética, que goza de una amplia aceptación cuando se aplica a fármacos.
Tal vez el nudo gordiano de la cuestión estribe en que no acaba de saberse a ciencia cierta -y nunca mejor dicho- dónde nos va a llevar ese tren de las biotecnologías, que siempre se mueve en el marco de la incertidumbre y el riesgo. Si a esa estación en que todos los seres humanos tendrán alimentos suficientes para acabar con el hambre, ahorrando además en pesticidas, consumiendo productos de mayor calidad, con prácticas agrícolas más sostenibles que reduzcan la erosión del suelo y beneficien al medio ambiente, y a las generaciones futuras, elevando la producción de los países en desarrollo. O, por el contrario, a una estación donde las principales beneficiarias serán las grandes empresas monopolísticas, localizadas sobre todo en los países ricos, que cobrarán a los pobres sumas impagables por el uso de patentes, se cuidarán bien poco de la contaminación ambiental, llenarán el mercado de alimentos no sólo insípidos, sino en ocasiones dañinos, a corto o largo plazo, y obligarán a los consumidores a comer sólo productos transgénicos, porque expulsarán del mercado a los convencionales.
Dos posibles estaciones: lo óptimo o lo pésimo. El fundamentalismo biotecnológico, que promete explícita o implícitamente el riesgo cero, e invita a dar luz verde sin precauciones ni controles al mercado de transgénicos, del que al parecer no saldrán sino bienes, y tacha de retrógrados a quienes presentan la menor duda; o el fundamentalismo antibiotecnológico, que exige la abstención sin paliativos, porque ningún poder de este mundo puede garantizar el riesgo cero en condiciones de incertidumbre, como es obvio en las cosas humanas, y silencia los beneficios que se pierden con la abstención, condenando por irresponsables a quienes puedan pensar otra cosa.
La vieja costumbre de situar a las gentes ante esos dilemas que exigen optar en el incendio de un museo por salvar la vida de un gato o un cuadro de Rubens, como si el ser humano no pudiera idear soluciones como intentar apagar el incendio, o ahuyentar al gato para que se salve solo, mientras me esfuerzo en descolgar el rubens, si es que es manejable. Afortunadamente, solemos encontrarnos más que con dilemas, con problemas que hay que resolver ponderando posibles beneficios y perjuicios; pero eso sí, sin guardar cartas en la manga y desde una voluntad decidida de apostar por lo mejor. La pregunta es entonces: "¿Lo mejor para quiénes y en qué condiciones? ¿A quién sirve el Grial?". Suele utilizar la Nueva Genética la metáfora del Grial para expresar el gran potencial remediador de las biotecnologías. Y, aunque tal vez exagere, no estaría de más recordar esa pregunta a la que debían responder los aspirantes a encontrar el Cáliz de la Cena: "¿A quién sirve el Grial?". Y -podríamos añadir por nuestra cuenta- ¿en qué condiciones debería hacerlo? Porque lo que he ido aprendiendo a través del diálogo con diversos expertos, muy especialmente con Carlos Alonso, Daniel Ramón y Carlos Romeo, es que la cuestión no es "sí" o "no", sino "¿para quién?" y "¿cómo?".
Los beneficiarios pueden ser, claro está, la industria y el comercio de gran calado y los investigadores que trabajan a su sombra. Pero justamente la impresión de que ellos son los beneficiarios lleva a las gentes sencillas a desconfiar de que el Grial les sirva también a ellas y a los demás afectados, es decir, a las generaciones futuras y al medio ambiente, e incluso de que se use sin poner en peligro su seguridad.
Por eso, si las biotecnologías proporcionan y pueden proporcionar grandes beneficios a la humanidad en su conjunto y al medio ambiente, importa modificar la percepción que las gentes tienen de ellas y evitar que se conviertan -por decirlo con Rafael Pardo- en "tecnologías problemáticas", infundiendo confianza. En este sentido camina la normativa de la Unión Europea, pero las normativas quedan raquíticas si no las arropa un amplio debate social sobre el marco ético que puede prestarles legitimidad. Un marco que, por contribuir al debate, podría contemplar acciones como las siguientes:
1. Sustituir la vieja idea de progreso, que se identifica en realidad con el bienestar de unos pocos, aun a costa de olvidar al resto y esquilmar la naturaleza, por la de desarrollo sostenible, que intenta compatibilizar la producción de alimentos con la conservación de los ecosistemas, para asegurar la supervivencia y el bienestar de las generaciones presentes y futuras y el medio ambiente.
2. Tomar como marco ético de las biotecnologías el de una "ética de la responsabilidad" por las consecuencias de las intervenciones, en la que se encuadra el principio de precaución, incorporado ya en la legislación europea e imprescindible para garantizar seguridad en el control de los riesgos e inspirar confianza.
3. Potenciar la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones, aunque las regulaciones competan a aquellos a quienes corresponde. Lo cual exige una amplia y veraz información, que empieza en la escuela y continúa a través de los medios de comunicación, un profundo debate, y también articular mecanismos de participación, como las conferencias de ciudadanos o los referenda, que han tenido ya lugar en otros países.
4. Poner las bases para que las empresas biotecnológicas asuman su responsabilidad corporativa, que consiste en intentar que crecimiento económico, cohesión social y protección del medio ambiente caminen en paralelo.
5. Lograr que las instituciones públicas y los organismos internacionales potencien la investigación con OMG para los países en desarrollo que no pueden pagarlas. Aunque en esos países, como en todos, las medidas políticas, económicas y sociales en el nivel local son indispensables para lograr una distribución justa también de los beneficios de las biotecnologías, la actuación internacional es en este caso igualmente ineludible.
6. Abrir un amplio debate sobre el problema de las patentes biotecnológicas en relación con los países en desarrollo, que ni las normativas antiguas ni las nuevas quieren contemplar, cuando es un asunto de justicia básica.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ETNOR.
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