Diego sólo quería jugar al fútbol
Yo jugaba en el primer equipo de Argentinos Juniors cuando Francis Cornejo, técnico de la cantera, me comentó que, a través de uno de sus chicos de 11 años, Goyo Carrizo, había llegado un niño flaco y tímido con unas condiciones especiales. A partir de ese momento, y teniendo plena conciencia de que no se trataba de un buen proyecto de jugador como otros, Francis se convirtió en la sombra de Diego. Lo acompañaba a todas partes, ganándose la confianza de sus padres y ocultando al niño para que otros equipos más poderosos no lo vieran y se lo llevaran.
Por la reglamentación vigente, al no tener la edad mínima, Diego no podía ser fichado por los clubes de la Asociación de Fútbol Argentina (AFA). A pesar de esto, y corriendo el riesgo de que otros equipos lo vieran y se lo quitaran, Francis se lo llevó para jugar contra Boca en La Candela con 12 o 13 años. Al término del primer tiempo, los Cebollitas perdían 2-0 y Francis, contrariado por el resultado y sin más remedio que acudir a su tabla de salvación, con un guiño cómplice le dijo: "Diego, a jugar". El niño, desesperado por entrar al campo, no necesitaba más indicaciones. Cuando concluyó el partido, 2-3 a favor de los Cebollitas, Ernesto Grillo, entrenador de Boca y recordado internacional argentino por un famoso gol a los ingleses, se acercó a felicitar a Diego y le comentó a su entrenador: "¡No me engañas, éste es un perro
Siempre se rebeló contra los dirigentes que se aprovechan del fútbol. No entendía esta cara oculta
"¡Esto no es posible! ¡No tiene menisco!", decíamos. Nadie quitaba el balón al 'cebollita'
[jugador sin ficha federativa]! ¿De dónde sacaste a este monstruo? Nunca vi nada igual. Pero... tranquilo, que no te lo voy a robar".
El cebollita tenía cada vez más reconocimiento. Contagiaba su alegría. Donde estaba buscaba siempre una pelota, de cuero, de trapo, de cartón; una naranja... Cualquier cosa servía para hacer malabarismos, divertirse y divertir. Comenzaba a encandilar a todos y jamás dejó de llamar la atención.
Los jugadores del primer equipo empezamos a admirar al zurdito que venía a nuestro vestuario, hacía los calentamientos e ingresaba en los entretiempos de los partidos junto a sus compañeros para deleitar al público con su habilidad. Recuerdo un partido Boca-Argentinos en la cancha de Velez. El primer tiempo había finalizado 0-0 y desde el vestuario, en medio de la charla técnica, escuchamos ovaciones. Sorprendidos, al volver al campo el público comenzó a silbarnos. Cantaba: "¡Que se quede el zurdito, lara-lara-lara!". Preferían ver a Diego antes que el partido.
Los sábados, cuando terminábamos el entrenamiento, los jugadores del primer equipo nos quedábamos para ver jugar a los Cebollitas. "¡Esto no es posible!", decíamos; "¡no tiene menisco!, ¡no tiene cartílago!". Estábamos en presencia de algo que no había visto nadie y lo sabíamos. Era divertido ver cómo los rivales desfilaban uno a uno sin poder quitarle el balón. El chico siempre elegía la jugada oportuna, sabía cuándo debía pasar, regatear, tirar a puerta... Siempre marcaba siete, ocho goles. Conocía todos los secretos del fútbol como si estuviese terminando su carrera. Desbordaba mejor que un extremo zurdo, centraba con las dos piernas, tenía el cabeceo de Rubén Paz, usaba el pecho como Pelé hasta para tirar paredes, era solidario incluso sin necesidad, con temperamento de líder, inteligente y valiente.
A veces nos quedábamos sin comer por verlo y haciendo apuestas sobre cuándo jugaría en el primer equipo en nuestro lugar. Debutó en Primera con 15 años y algunos meses y a partir de ese momento dejó de ser el cebollita para ser el Diego de todos.
Llegué a entrenarme con él antes de ir al Independiente de Medellín. Y puedo decir que los veteranos aprendíamos. Nos enseñaba. Un día nos dijo a mí y a Rafael Moreno: "Che, Ruso, ponte ahí con Moreno, que les voy a tirar centros. La pelota va a caer entre los dos". Nos paramos a medio metro de distancia y él se puso a unos 25 o 30 metros. Centró tres veces y las tres veces la pelota cayó en el mismo lugar: en ese medio metro".
La etapa de Maradona en Argentinos permitió a los hinchas de los bichitos ver al mejor Diego haciendo proezas que no tuvieron tanto reconocimiento para el gran público, pero que tenían un valor inmenso. En tres años Diego organizó, asistió y fue el máximo goleador de la historia del club con un récord todavía imbatido. Metía goles de jugada, de falta. Desequilibraba en todo el campo y en todos los campos. Al lado de él, jugadores normales parecían buenos. Junto a él, Bartolo Álvarez fue el goleador del campeonato y vendido a Boca en una suma importante.
Desde los 17 años fue convocado a la selección. Preseleccionado para el Mundial 78, a última hora Menotti lo excluyó en una decisión que no terminó de aceptar nunca. Recuerdo que al día siguiente de su exclusión de la lista, llorando amargamente, sentenció: "Mañana me desquito y sabrán quién es Maradona". Fiel a los compromisos adquiridos en el campo, cumplió marcando cuatro goles.
Poco a poco, se fue apartando de su ambiente y llenándose de nuevos amigos y experiencias diversas. Sin embargo, su amor por la pelota le ha acompañado siempre. Diego siempre se rebeló contra los dirigentes que se aprovechan del fútbol. No podía entender esta cara oculta del juego. Una vez, cuando él jugaba en el Barcelona y yo era entrenador de Argentinos, en un viaje relámpago a Buenos Aires, se cambió y se puso a jugar con los jóvenes, que no podían creer que Maradona estuviera entrenándose con ellos.
Al ver la modestia de las instalaciones y el deterioro de nuestra equipación, me dijo irritado: "José, esto está igual que cuando me fui. ¿Qué venden? ¿Tenistas o futbolistas?". El club había decidido que con el dinero de su traspaso había que hacer pistas de tenis y una piscina. El fútbol había sido relegado otra vez.
A partir de ese momento, sus hazañas son ampliamente conocidas. El mundo del fútbol lo incorporó a la galería de los grandes e ilustres, pero al mismo tiempo crecieron sus problemas. Cada vez quedó más lejana la imagen del niño humilde y flaquito que guardaba Francis de todos los peligros.
Un día lo vi en Buenos Aires cuando era ídolo en el Nápoles. Yo hacía el curso de entrenador y coincidimos en la calle. Me abrazó. Intentamos hablar, pero en un segundo estábamos rodeados de cien personas. "Busquemos un lugar tranquilo", me dijo. Intentamos entrar en la AFA, pero cada vez llegaba más gente que lo reclamaba. Con un gesto de tremenda tristeza, me musitó: "José, ¿te acordás? ¡Y pensar que yo lo único que quise fue jugar a la pelota!".
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