La tortura como espectáculo
Nada repugna tanto al sentido moral como la tortura, el dolor atroz infligido de un modo intencional e innecesario. El no ser torturado constituye el único derecho humano al que la declaración de la ONU no reconoce excepciones y el derecho animal que más adhesiones suscita. El hacer de la tortura pública de pacíficos rumiantes un espectáculo de la crueldad, autorizado y presidido por la autoridad gubernativa, es una anomalía moral intolerable.
Los espectáculos de la crueldad con animales humanos (herejes, brujas, delincuentes) y no humanos (toros, osos, perros, gallos) eran habituales en toda Europa, hasta que la Ilustración acabó con ellos. En la España dieciochesca, mientras los aristócratas abandonaban el alanceamiento de los toros a caballo, sus peones introdujeron la variedad plebeya o a pie del toreo, fomentada luego por Fernando VII, creador de las escuelas taurinas e impulsor de la tauromaquia plebeya o a pie. España había perdido el tren de la Ilustración: "¡Vivan las cadenas!". En las últimas décadas nuestro país ha progresado mucho, pero hemos sido incapaces de eliminar las bolsas de crueldad que todavía quedan entre nosotros, como el maltrato a las mujeres y la tauromaquia.
Si no tenemos embotada la sensibilidad moral, tenemos que exigir el final de esta salvajada
Ante la desidia o complicidad del Gobierno central, los municipios han empezado a tomar la iniciativa de abolir esta anacrónica lacra moral. Algunos ayuntamientos, como el de Tossa de Mar o el de Colsada, ya se habían declarado antitaurinos. El 5 de abril el Ayuntamiento de Barcelona se ha manifestado oficialmente en contra de la continuación de las corridas de toros, asumiendo así un papel de vanguardia espiritual y de servicio a los valores universales. Ojalá la Generalitat de Cataluña, que es la que tiene competencia para ello, se decida a prohibir las corridas, como desean la mayoría de los catalanes. Desde luego, nos haría un gran favor a todos los españoles, ayudándonos a superar de una vez la sórdida herencia de la España negra.
Soy partidario de la máxima libertad en todas las interacciones voluntarias (comerciales, lingüísticas, sexuales, etcétera) entre ciudadanos. Soy contrario a todo prohibicionismo, excepto en los casos extremos, como la violación de niños o la tortura de animales. Pero es que las corridas de toros son un caso extremo. Por muy liberales que seamos, si no tenemos completamente embotada nuestra sensibilidad moral y nuestra capacidad de compasión, tenemos que exigir el final de esta salvajada.
No existe argumento alguno para mantener las corridas de toros. En su defensa se alternan las chorradas ampulosas (como que el hombre necesita torturar al toro para autoafirmarse como hombre, y supongo que necesita maltratar a la mujer y apalear al inmigrante para autoafirmarse como macho y como patriota) con la crasa apelación al interés de los toreros, que necesitan ganarse la vida. También el atracador de la sucursal bancaria de Alicante recientemente pedía comprensión, pues era atracador de oficio y atracar era su manera de ganarse la vida.
Además de su cursilería estética y de su abyección moral, toda la huera y relamida retórica taurina se basa en una sarta de mitos y falsedades incompatibles con la ciencia más elemental. No, el toro de lidia no constituye una especie aparte, sino que pertenece a la misma especie y subespecie (Bos primigenius taurus) que el resto de los toros, bueyes y vacas, aunque no haya sido sometido a los extremos de selección artificial que han sufrido las vacas lecheras, por lo que conserva un aspecto relativamente parecido al del toro salvaje. Convendría que la abolición de la tauromaquia fuese acompañada de la creación de un gran Parque Nacional de las Dehesas en Extremadura, que incluyera manadas de toros en libertad.
Sí, el toro sí sufre. Tiene un sistema límbico muy parecido al nuestro y segrega los mismos neurotransmisores que nosotros cuando se le causa dolor. No, el llamado toro bravo no es bravo, no es una fiera agresiva, sino un apacible rumiante, más proclive a la huida que al ataque. Dos no pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear. Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultaría imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas (los golpes previos en riñones y testículos, el doble arpón de la divisa al salir al ruedo, la tremenda garrocha del picador, las banderillas sobre las heridas que manan sangre a borbotones) a las que se somete al pacífico bovino, a fin de irritarlo, lacerarlo y volverlo loco de dolor, a ver si de una vez se decide a pelear. A pesar de los terribles puyazos, con frecuencia el toro se queda quieto y "no cumple" con las expectativas del público. Antes como "castigo" se le ponían banderillas de fuego, es decir, cartuchos de pólvora y petardos, que estallaban en su interior, quemándole las carnes y exasperando aún más su dolor, a ver si así se decidía a embestir. Más tarde las banderillas de fuego fueron suprimidas, sobre todo para no horrorizar a los turistas, a los que se suponía una sensibilidad menos embotada que a los encallecidos aficionados hispanos. De todos modos, el actual reglamento taurino prevé que sigan empleándose banderillas negras o "de castigo" con arpones todavía más lacerantes para castigar aún más al pobre bovino, "culpable" de mansedumbre y de no simular ser el animal feroz que no es.
Jesús Mosterín es profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.
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