España y Alemania deben impulsar iniciativas de paz
Siempre me he opuesto por principio a los asesinatos selectivos. En primer lugar, son inmorales; en segundo lugar, irresponsables, y en tercer lugar, no sirven a los intereses a largo plazo de Israel. Entregarse permanentemente a los extremistas y al odio no puede ser el camino. Además, el odio consume mucha más energía que la razón, y no digamos que el amor. El odio, que estimula a los hombres, es muy peligroso... y contrario a todos los principios del judaísmo.
El pueblo judío sólo tiene un capital auténtico: el moral. Israel lo dilapida. Si no lo conservamos, poco tendremos que decir al mundo. El que George W. Bush colabore con esto da testimonio de su miopía. Y muestra una vez más que el Gobierno estadounidense no está en situación de actuar de forma racional en la resolución del conflicto de Oriente Próximo.
La mayoría de los políticos carecen de una opinión propia, una posición individual. Tampoco la tiene Bush, cuya ingenuidad es peligrosa. Y el problema del primer ministro de Israel, Ariel Sharon, es que él sí tiene una posición propia, aunque no quiere aceptar que otras personas adopten puntos de vista diferentes.
El problema que tenemos todos es el siguiente: después de todas las guerras se ha establecido un nuevo orden, aunque no ha ocurrido lo mismo después de la Guerra Fría, que no ha sido sustituida por nada. El terrorismo es una de las consecuencias. Hoy sólo puedo decir que añoro los Estados Unidos del Plan Marshall, cuando existía en el mundo la visión de un nuevo orden que sirviera tanto a los intereses europeos como a los estadounidenses.
Ahora es necesario impulsar una nueva iniciativa para la paz. Y es preciso restablecer la igualdad entre las partes. Hasta la fundación de Israel, en 1948, todos eran palestinos: judíos, cristianos y musulmanes vivían como iguales en una misma tierra. Todos los derechos que ha conquistado la población judía tras la fundación del Estado les corresponden también a los palestinos. Pero no se les ha otorgado esa igualdad de derechos. Todo esto es cuestión de responsabilidad, no de culpa. Y es a Israel a quien le incumbe la mayor responsabilidad, pues es un Estado y una nación, cosas de las que carecen los palestinos. Los israelíes sueñan con que un buen día los palestinos dejen de estar allí, y los palestinos sueñan lo mismo, pero al revés. Naturalmente, eso no va a ocurrir; las realidades son más fuertes que los sueños. Cuando se haya creado una realidad justa y no violenta, los sueños políticos serán libres y dejarán de ser peligrosos.
Nunca he creído en una solución militar al conflicto; a cualquier israelí con capacidad de pensar y sentir le duele la violencia.
En el fondo, se trata de dos cosas: del proceso histórico y de la realidad pragmática. El uso de las armas únicamente evidencia la carencia de una visión a largo plazo para los próximos veinte o treinta años. No habrá un final ideológico del conflicto; sólo puede haber una solución pragmática con la que todos nosotros podamos coexistir. El Gobierno de Israel, y ésa es su contradicción actual, es democrático desde un punto de vista político, pero psicológicamente se percibe como un régimen totalitario.
Europa tiene que tomar una iniciativa. Y esa iniciativa debería partir de Alemania y España precisamente por la historia de ambas naciones. Pues ha sido sobre todo en España y en Alemania donde los judíos experimentaron tantas cosas hermosas y tantas cosas terribles. Ambas tienen una relación sólida con el mundo árabe y, por tanto, la obligación; es más, la autoridad moral de impulsar una nueva iniciativa de paz. No puede olvidarse que las palabras que designan los dos elementos del pueblo judío, "askenazi" y "sefardí", significan, respectivamente, "alemán" y "español". Ahora, con el Gobierno español recién elegido, se ofrece una ocasión única para la colaboración futura.
En cualquier caso, debemos, sin embargo, preguntarnos: ¿no somos todos demasiado pasivos? Todos vivimos sólo para nosotros, todos nos escondemos, todos ocultamos lo que en el fondo nos importa.
© Süddeutsche Zeitung, 2004.
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