"Sin ironía, Colombia es insoportable"
"Donde no la rías, no te queda sino pegarte un tiro". Ésa parece ser la filosofía de Laura Restrepo (Bogotá, 1950), una mujer tan simpática y suave por fuera como rocosa y valiente por dentro. Rica por familia, su vida comprometida le ha dado ideas y tiempo como para escribir casi una decena de novelas y ensayos políticos, tener un hijo, disfrutar una intensa vida amorosa y combatir en primera línea, con la sonrisa por delante, por un mundo más justo, menos hipócrita y salvaje.
Combativa tanto en Colombia (fue mediadora entre la guerrilla y el Gobierno, y hoy dirige el Instituto de Cultura y Turismo del Ayuntamiento bogotano de izquierdas) como en España (militó en el PSOE en los años del Gobierno de Suárez y fue secretaria general de la Casa de la Cultura de Ciudad Lineal), Restrepo no ha abdicado de su trotskismo juvenil, y ahora enseña la profundidad de su espíritu crítico en Delirio (Alfaguara).
"El pequeño pícaro ha sido desplazado por los grandes consorcios internacionales"
"Sigo siendo trotskista. No encontré un credo mejor para sustituir a ése"
"Escobar sistematizó la muerte como medio de vida, estilo, impronta y negocio"
Sutil repaso a la barbarie de la sociedad colombiana, condena del machismo, la lujuria soterrada y la picaresca indolente de las clases adineradas y, sobre todo, de esa generalizada superstición agorera y mágica que, según ella, es el origen genético del cáncer social y privado que acecha a su país, la periodista y escritora bucea por la incurable locura de esa Agustina visionaria, bella, joven, rica y enferma de mentiras y secretos, y a la vez ajusta cuentas con el realismo mágico, un género que Restrepo cree basado en la receta "periodismo, mentiras y presagios".
Pregunta. Agustina Londoño oye cuatro voces en Delirio. La suya, que recuerda traumas y sucesos de su infancia; la de su marido, Aguilar, un vendedor de comida de perros que indaga perdido en esa locura; la de Midas Mc Alister, ex novio de Agustina, pícaro arribista y sicario lavador del dinero de Pablo Escobar, y otra, anónima, que narra la locura histórica del abuelo de Agustina, el músico alemán Portulinus. ¿Se le aparecieron todas a la vez?
Respuesta. No, mi primera idea era sólo el delirio, el disparate del mundo que vivimos. Colombia es un lugar privilegiado para percibir eso. Muchos creen que basta con cerrar la puerta para dejar de sentirlo, pero llevamos décadas viviendo lo mismo, de manera que ese delirio se filtra en el interior de las conciencias y la cabeza. Como una gota, finalmente hizo hueco. La línea del abuelo surgió porque me interesaba mirar la génesis del problema, el contraste entre su locura antigua, preatómica, y la locura postatómica de su nieta, dos mundos distintos. La idea de que el marido contara su búsqueda infernal, llena de pistas falsas, por el enigma de la locura de su mujer, vino pronto pero me dio mucha lata escribirlo. Aguilar no entiende nada porque está metido en su propio delirio, en sus celos: me salía chato, tonto, ingenuo. Es un buen tipo, y si la narrativa contemporánea no tiene recursos para describir a un personaje así, menos aún la colombiana. El que sabe es el ex novio, Midas; al principio era de clase alta, pero luego vi que era demasiado crítico y le hice arribista: tiene la perspicacia del arribista. Nació de una historia que me contó un amigo sobre un niño de clase media que iba a un colegio de niños bien y se cosía cada mañana el lagartico Lacoste en la camisa para parecer igual.
P. Supongo que encontrar los lenguajes coloquiales de cada uno fue difícil, porque es una novela hablada, no narrada.
R. El de Agustina fue rápido, me era familiar, el tono llegó fácil. Aguilar es un hombre sin malicia y lo reescribí muchísimo. Lo del abuelo es una versión tropical de la historia de Schumann, Brahms y Clara, una recreación de ese trío. Y con Midas me divertí mucho. Es el típico sicario, palabra que ha dado origen a ese nuevo género literario colombiano llamado sicaresca.
P. Dice que Agustina le es familiar. Está llena de visiones. ¿No será usted también un poco bruja?
R. Pues para nada; al revés, tengo una fobia horrible a todo lo que no sea realidad y trabajo. Odio los presagios, los mitos, los milagros. Pero esa cosa mágica está en el fondo de la cultura colombiana. Por un lado la enriquece, al inventar santos y milagros todo el tiempo se revitaliza la cultura enraizándola en el mito. Y por otro lado nos condena al engaño, al invento, al embuste permanente, a la enguanda, que debe ser otra palabra de Cervantes. Por eso tenemos un presidente embeleco y somos el país que más lotería vende. A los mafiosos les das enguanda y dinero caliente, y que trabajen otros.
P. ¿Pero también la gente rica y culta cree en esas patrañas?
R. ¡Es la marca común! El Gobierno promete guerra y salvación y nadie mueve un dedo. El presidente dice "haré la guerra, soy la salvación", y le votan. Todo menos trabajar.
P. Lavorare stanca.
R. Dialogar, negociar, buscar la verdad, requiere trabajo. Hacer las reformas necesarias y redistribuir la tierra implica sacrificio. ¿Se ha fijado que en la novela el único que trabaja es el sicario? Los otros son improductivos. La gente que gana dinero tiene una visión menos fantasiosa de la vida. Midas es un estafador, pero por lo menos hace algo. Para los demás, igual da un milagro, la guerra u otra mentira religiosa.
P. ¿En la novela hay un juego con el realismo mágico, eso que Tomás Eloy Martínez formuló como periodismo + mentiras?
R. Sí. Pero mejor ¡ presagios + mentiras + periodismo!
P. Aunque en Delirio apenas se ve su vena periodística.
R. Está: el reportero es Aguilar. Es un inútil, no se entera de nada pero investiga. Su mecanismo es preguntar. Indaga sobre la locura, como hice yo antes de escribir. El periodista tiene derecho a no saber, pero el escritor, no.
P. Así que Delirio es una metáfora irónica. Y llena de humor negro, porque el mundo parece estar aplicándose el cuento colombiano.
R. Sin ironía ni humor, Colombia es insoportable. Y sí, ahora el dinero ya no se lava en tapaderas locales, sino en las grandes corporaciones mundiales. Se trata de eso: el pequeño pícaro ha sido desplazado por los grandes consorcios de pícaros internacionales. ¡Sabios ustedes que se bajaron de la enguanda a tiempo el 14 de marzo!
P. Aunque los presagios no lo vaticinaran...
R. Lo peor de los agoreros es que imponen el futuro. Casi siempre se cumple lo que dicen. "Si no hacemos esta guerra, triunfará el terrorismo". ¡Claro! Por eso Agustina siempre recurre a sus presagios: prevé el futuro y así tiraniza al marido, que se muere de miedo. Lo amedrenta y así mantiene el poder.
P. ¿Como Escobar? Decía usted el otro día que era un diablo, pero también fue un Dios.
R. Sí, todavía hay romerías a su tumba. Si te paras a pensar, Escobar fue una gran lección, un modelo: él sistematizó la muerte como medio de vida, estilo, impronta y negocio. Pablo dijo a muchos colombianos que no hacía falta educación, ni trabajo, y les dio otra lógica: matando te haces famoso, tienes mujeres y coches. Mueres rápido, sí, pero a cambio de eso le dejas una heladera a tu mujer. Y todo el mundo comía en su mano.
P. Como un emperador...
R. En el fondo, lo de Bush no es tan diferente. Querer vivir es un pleonasmo en este momento. Bush sigue el camino que inició él. Con la ventaja para Escobar de que él se jugaba el pellejo y Bush no se juega nada.
P. ¿Así que la violencia colombiana ha sido globalizada?
R. Los gringos y sus lugartenientes son responsables en gran parte de la violencia colombiana: Colombia ha sido su laboratorio, y nuestra visión mágica contribuyó mucho a probar la utilidad del enemigo imaginario. Fui a Estados Unidos hace poco y es una locura ver las medidas de seguridad en aeropuertos minúsculos. ¡Empelotan a los niños y pasan por rayos X a las viejecitas! ¿De verdad creen que Bin Laden irá allí? ¡No! Necesitan meter miedo para seguir mandando. Con su doble golpe de valor y lucidez, España ha sabido escapar de ese círculo terrible, primero rechazando el terrorismo y luego provocando la salida de la ultraderecha. ¡Y ante los ojos del mundo!
P. ¿Colombia tiene solución?
R. Sí, en la medida en que desaparezcan Aznar, Bush, Uribe, Blair, Sharon y otros enanitos belicosos que cunden por el planeta. El caso de Colombia parece más dramático, pero es igual que los demás: paramilitarismo, mercenarios, acciones ilegales de guerra militar... Lo mismo que la droga, ese gran negocio internacional que se acabará el día que se legalice. Hay que dar la pelea local, pero mantener una visión planetaria.
P. ¿Sigue siendo trotskista? Oí contar a Daniel Samper que de joven usted fundó un partido de cinco miembros y que luego se escindieron tanto que se quedó sola.
R. ¡Este Danielito! ¡El partido tenía por lo menos tres veces más de miembros! Pero sí, sigo siendo trotskista. Aún no encontré un credo mejor que sustituya a ése.
P. Volviendo a la novela, ¿por qué no lleva Aguilar a Agustina al psicoanalista o al psiquiatra?
R. Lo evité deliberadamente. No quería incurrir en esa otra magia que es la creencia ciega en la neurología, la psicología, el psicoanálisis. Yo sigo pensando que la locura es una cuestión de pasión y que el estado del espíritu depende de las cosas que pasan fuera, no dentro. Me niego a creer que la química cure la locura. He tenido mucho cuidado en no dar una visión bohemia o romántica de la locura, porque lo único que produce es una soledad espantosa. Creo que hay que lidiar con las pasiones día a día, buscando la verdad con fe. Lo que pasa es que las pasiones ahora son de mal gusto, están mal vistas, en este momento toda pasión se vuelve cursi y el dolor nos parece tercermundista y pasado de moda. Pero la química como solución es aterradora, reduce a la nada al ser humano.
P. Sólo como curiosidad, ¿esa cita en Delirio de la novela de Saramago, el presidente del jurado, es un soborno sentimental?
R. ¡En muchas de mis novelas hay guiños a Saramago! Pero es verdad que éste es el único premio al que me he presentado, y lo hice sabiendo que él lo presidía. Por eso tuve la duda de quitar la cita, que es una lagartada. Pero como tenía mi conciencia literaria tranquila, la dejé.
Babelia
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