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¿Barcelona, en zapatillas?

Hace unos días asistí al acto institucional con que el Ayuntamiento de Barcelona rendía homenaje a las víctimas del atentado terrorista del 11 de marzo en la persona del alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón. Un acto que se pretendía emotivo y solemne en el Saló de Cent, lleno a rebosar. Lo fue, a mi modo de ver, gracias al discurso del alcalde de Madrid, cuyas palabras, sentidas y ajustadas a las circunstancias, resultaron brillantes sobre todo en comparación con las del alcalde anfitrión, Joan Clos. No sé si lo que dijo Clos era de cosecha propia o de encargo; puedo asegurar, en cambio, que se limitó a leer unas cuantas trivialidades tópicas, faltas de la categoría exigible al alcalde de una ciudad, cap i casal de Cataluña, con pretensiones de muy europea. Vaya por delante que lo señalo con disgusto porque vivo en Barcelona y a Clos le tengo aprecio.

Mientras escuchaba a los dos alcaldes me daba cuenta hasta qué punto sus discursos, que partían de planteamientos semejantes -la solidaridad de los barceloneses con los madrileños a raíz de la tragedia-, se desenvolvían de manera distinta y me preguntaba si no sería eso sintomático de la actualidad de las dos ciudades a cuya rivalidad, por supuesto, se aludió. Clos ofreció un discurso en zapatillas, de andar por casa, como suele. Quizá porque pretendía que su invitado se sintiera cómodo le recibía así, sin cumplidos. Gallardón, por el contrario, se mostró elegante, no arrogante, como cuentan que es, y dio a la ceremonia la altura necesaria. Se me dirá que me fijo en una mera cuestión de formas, que el alcalde Clos es socialista y Gallardón del Partido Popular y, en consecuencia, es natural que Clos sea menos formal que Gallardón, que no deja de ser un señorito de buena familia. Pero no, no es sólo eso, aunque las formas, a estas alturas, me parecen imprescindibles y no siempre tienen que ver con las filiaciones políticas.

Lo que podía desprenderse de los discursos de los alcaldes era, a mi modo de ver, que los tiempos han cambiado. Las palabras de Gallardón parecían estar en consonancia con un Madrid dinámico y dialogante que mira hacia el futuro. Del tono en gris menor del discurso de Clos cabía deducir que Barcelona ya no es la ciudad más cosmopolita del Estado ni tal vez la más culta y adelantada. Lo fue, pero de eso hace mucho. Queda lejos la época en que Rubén Darío, de paso por España en 1899, así lo considerara, en los artículos que enviaba al periódico argentino La Nación, al señalar las diferencias existentes entre ambas ciudades. Mientras Madrid le pareció un poblacho mesetario sin interés, anclado en el pasado, pudo observar en Barcelona un ambiente distinto, donde se respiraba otro aire. Trató a los intelectuales y artistas de los dos lugares y consideró que los barceloneses les daban sopas con honda a los de Madrid, que su concepción del mundo, también del arte o la literatura, era mucho más avanzada, y hasta constató, con gracia, que, frente al interés de los catalanes por reflejar la vida moderna, la mayor preocupación de alguno de los escritores castellanos era aludir a los restos de la comidas llamándoles "los relieves del yantar."

Frente a una nación escasamente industrializada, como lo era entonces España, Cataluña y el País Vasco constituían otra realidad. Una realidad diferente que en gran parte hicieron posible los capitales de los indianos, muchos de ellos amasados en Cuba, la mayoría gracias a la trata de esclavos o, al menos, gracias al trabajo de manos esclavas en los ingenios azucareros, nos guste o no. Esa realidad distinta propició, por ejemplo, que el primer tren de la Península fuera el que enlazaba Barcelona con Mataró y se construyera por la cabezonería de un indiano catalán que en Cuba había invertido ya sus buenos dineros en el ferrocarril que llegó antes a la colonia que a la metrópoli. Así las cosas, Barcelona no podía mirar hacia Madrid, sino hacia París, hacia Europa, hacia el norte de donde venía la luz...

No cabe duda de que entonces Barcelona era superior a Madrid y aún lo siguió siendo durante décadas, pero vivir aferrados a ese entonces, como algunos inconscientes apolillados pretenden, resulta cuanto menos anacrónico. Madrid ya nada tiene que ver con un patio de vecindad zarzuelero ni huele a garbazos ni a repollo. Hoy Madrid es una ciudad emprendedora y abierta en todos los sentidos, una ciudad tanto o más europea, plural y mestiza que Barcelona, a la que sobrepasa en infraestructuras, conseguidas sin Olimpiadas y sin Fòrum. Baste viajar en la magnífica red del metro madrileño, en el que se puede llegar hasta el aeropuerto en un plis plas, y compararla con la red del metro barcelonés, infinitamente menor, incómoda y mucho menos útil, para sentir una envidia de lo más insana y un cierto temor a si ese ejemplo del metro, uno de tantos que podrían tomarse, no será, quizá, indicativo de que Barcelona se está quedando atrás, de que anda en zapatillas, como los discursos de su alcalde, un calzado poco apropiado para los tiempos que corren, aunque a algún gracioso malintencionado pueda ocurrírsele que el binomio Zapatero-Montilla se asocia a zapatilla.

Se me dirá, lo sé, que exagero, que además de no tener en cuenta que el anterior Gobierno favoreció más a Madrid, por razones obvias de capitalidad y sintonía política, Barcelona no ha perdido comba, que a las puertas del Fòrum de las Culturas no está bien ser derrotista, que la movida del Fòrum demuestra que avanzamos viento en popa. Desde las Olimpiadas acá, Barcelona es destino europeo preferente para los viajes de fin de semana. Cierto. Las calles de Barcelona rebosan de turistas y en ellas muchos barceloneses nos sentimos más extranjeros que en ninguna otra parte, lo que a veces, lo confieso, no deja de resultar ventajoso. Me preocupa, sin embargo, y mucho, que el interés por esa Barcelona de escaparate turístico enmascare que existen carencias graves que afectan a los más desfavorecidos, ancianas, emigrantes y discapacitados, un tanto por cien considerable de personas a quien la ciudad nunca va a pertenecer. Además depender de un turismo sujeto a cuestiones de moda y a los vaivenes de la estabilidad internacional entraña un riesgo grave. Habría que pensar más en potenciar con urgencia las inversiones que garanticen el desarrollo sostenible del futuro y apostar, en especial, por la investigación. Quizá debamos renunciar a las confortables zapatillas caseras y usar zancos y hasta botas de siete leguas para avanzar mientras esperamos el AVE que no llega...

Carme Riera es escritora.

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