Profanación
Representar, como en La pasión, con la lupa de una voraz lente macro o equivalente, relatar como allí se hace, con despiadada progresión hacia la minuciosidad -paso a paso, en un insoportable crescendo de desastres fisiológicos que van de la angustiosa premonición del Huerto de los Olivos al espasmo del Gólgota, pasando por la feroz chanza de la coronación de espinas y la atrocidad de la flagelación en la columna- una tortura como la de Cristo, mediante claves cinematográficas genéricas y, en concreto, del género llamado de terror, tiene, en un territorio de tan alta y frágil espiritualidad, el sello de la trivialización, es decir: de búsqueda profana -y por ello profanadora- del, en su sentido más rastrero, choque emocional de imágenes: la visión de lo brutal en su estadio más embrutecedor.
LA PASIÓN DE CRISTO
Dirección: Mel Gibson. Guión: Gibson y Benedick Fitzgerald. Intérpretes: James Caviezel, Monica Bellucci, Maia Morgensten, Claudia Gerini, Sergio Rubini, Toni Bertorelli. EE UU, 2004. Género: drama histórico. Duración: 127 minutos.
Invade el meollo formal de La pasión el comercialmente infalible recurso al vuelco del susto; el rentable empleo cinematográfico del gusto y el regusto por la morbosidad; la tautología del quebranto fisiológico que despide la degradante -lo que en la jerga del cine de terror fisiológico (o de vísceras o gore) llaman filme snuff- representación del dolor por el dolor, es decir, la imagen del padecimiento no trascendida, sin canalizarse la bestial mecánica del sufrimiento hacia filtros poéticos ennoblecedores, sublimadores, liberadores de la visión pasiva del zarpazo de lo inaguantable. De ahí que, en el basamento y la metodología de filmación de esta deleznable película, intervenga activamente un viraje blasfemo de aquel rasgo profanador. Porque estamos metidos en algo cuya sustancia (pasión convertida en redención) rechaza cualquier intromisión de lo profano.
El australiano Mel Gibson es -además de un católico ferviente y de un actor limitado y de dudoso talento- un director de cine avezado, preparado, solvente, bien pertrechado de recursos básicos de su oficio. Si otras veces -en Braveheart y El hombre sin rostro- ha puesto de manifiesto que es dueño de este equipaje ahora sigue en ello, pues La pasión tiene construcciones, usos, rizos y angulaciones profesionales sólidas, propias de quien sabe lo que filma y cómo hay que filmarlo para extraer de ello el mayor estrujamiento posible de las leyes de la eficacia de captura de masas y por consiguiente de rentabilidad. Gibson convierte al que juzga su Dios en un pelele de filme de terror de los de alto y refinado negocio. Y no parece que haya intervenido decisivamente en esta conquista la rueda de la fortuna, sino más bien una rectilínea regla de cálculo para medir las emociones que se cuecen en las turbias trastiendas de su película.
La pasión construye con técnica y lógica documentales que alcanzan de manera convincente a los ojos del espectador la impresión -falsa y falsaria impresión: estamos en la ficción pura de un relato histórico y un poema ritualizado- de total verosimilitud física y fisiológica, de visceralidad. El monumento de espiritualidad que es la pasión de Cristo queda así atrapado en las leyes del verismo fotográfico de una tortura sólo calmada por ese espejo del espectador que es la madre del torturado contemplando aterrada a su hijo. Y hasta el espectador más ajeno al suceso es conmovido por la presencia de este rostro, que Gibson aprovecha con astucia, para dar al contemplador, tras la rastrera agresión del documento fingido sobre la tortura de un animal humano, un foco de consuelo, de lágrima.
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