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El tripartito y la memoria histórica

Marc Carrillo

En sus primeros días de andadura, el nuevo Gobierno de la Generalitat de Cataluña, aprobó el decreto 2/2004, de 7 de enero, de estructuración del Departamento de Relaciones Institucionales y Participación. En su artículo 20 se establece el Programa para la creación del Memorial Democrático, adscrito a dicho departamento, con "la finalidad de analizar la estructura organizativa más adecuada para la configuración del Memorial y proponer las actuaciones (...) para la consecución de las finalidades de recuperar y reivindicar la memoria histórica de la lucha por la democracia y difundir su conocimiento". Este programa tiene una vigencia prevista de cuatro años, prorrogables si persisten las circunstancias que motivan su creación. Sin duda, se trata de una disposición administrativa importante en la reciente historia de la Cataluña democrática. Como, sin duda, también lo fueron los diversos decretos aprobados por el Gobierno anterior para proveer ayudas a una reducida parte de los represaliados por la dictadura franquista.

Hace unos días, la Universidad Politécnica de Cataluña ha investido como doctores honoris causa a tres conocidos ciudadanos: Gregorio López Raimundo, María Salvo y Agustí de Semir, símbolos y representantes de todas las personas -como acertadamente se motivó en el acto de concesión del doctorado- que lucharon contra la dictadura franquista por la recuperación de la democracia y las libertades nacionales. El acto fue emotivo, y se enmarca en un lento pero necesario proceso de reivindicar la dignidad ética, la entereza moral y el coraje personal de todos los ciudadanos que dieron lo mejor de sí mismos por la recuperación de la democracia en el largo túnel de la dictadura de Franco. Por esta razón, que una de las primeras medidas del nuevo Gobierno de Cataluña haya sido configurar en su estructura orgánica la futura creación de un Memorial democrático, constituye un acierto a fin de paliar uno de los tributos que hubo que pagar por la forma en que se llevó a cabo la transición a la democracia en España. Una transición tan positiva por tantas razones, pero que instituyó un borrón y cuenta nueva y la desmemoria histórica respecto del pasado más inmediato. Una sombra a la que el Memorial puede aportar una luz negada tantos y tantos años sobre la vida y el comportamiento de las personas que en los momentos difíciles, arriesgaron la vida y la integridad física, la unión familiar, el trabajo y tantas otras cosas por la recuperación de la libertad. Sin su lucha, como afirmó Jordi Solé Tura hace poco tiempo al recibir la medalla de la ciudad de Barcelona, la Constitución de 1978 no hubiese sido posible. Como también dijo María Salvo en el acto de la Politécnica, "conviene no olvidar que la democracia no se hubiera producido en este país sólo por evolución de un sector del franquismo, que fue necesario salir a la calle, y que algunos no pudieron hacerlo porque estaban encerrados".

Es importante que el nuevo Gobierno de la Generalitat haya incluido entre sus objetivos de la legislatura apenas iniciada el desarrollo de una política pública destinada a recuperar la memoria de la legitimidad democrática del poder que ejerce. No se trata de regodearse con el pasado, sino de ejercer un deber cívico de reconocimiento para con la historia colectiva y respecto de aquellos de sus protagonistas que hicieron posible la democracia cuando ser demócrata no era ya fácil, sino peligroso. En este sentido, la memoria y sus símbolos no pueden ser más que sinónimo de libertad. Es cierto, sin embargo, que el valor de los símbolos en la vida política puede ser ambivalente y en algunos casos un arma arrojadiza en las sociedades pluralistas. Especialmente, en aquellas como la catalana y la española en general con un pasado especialmente traumático. Pero es evidente que en el contexto de una sociedad fundada en los valores democráticos de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político, la ciudadanía y sus representantes no pueden ser indiferentes, sino orgullosamente radicales en la defensa de la memoria de quienes dijeron no a la dictadura. Es una forma de respeto hacia personas e instituciones, y de autoestima colectiva que toda sociedad democráticamente viva siempre tiene que invocar. Y debe hacerlo desde la razón, que es signo de libertad y fraternidad social, y no desde los sentimientos o un supuesto buen espíritu de la gente, que la mayoría de las veces son sinónimo de opciones políticas nada aconsejables, cuando no de infausto recuerdo.

Otros Estados democráticos de nuestro entorno más próximo ofrecen ejemplo de memoriales dedicados a los defensores de la libertad. A modo de referente, vale la pena retener los museos de la Resistencia en París o el Memorial del desembarco de Normandía en Caen, entre otros tantos ejemplos que valdría la pena retener. Todo ello, sin perjuicio de reconocer la muy valiosa labor de recuperación de nuestra memoria colectiva más reciente llevada a cabo -entre otras entidades- por la Asociación de ex Presos Políticos de Cataluña o el Museo de Historia de Cataluña, a través de las exposiciones temporales que ha venido organizando.

Pero en el futuro más inmediato, podría pensarse en la posibilidad de buscar algún espacio urbano digno en la ciudad de Barcelona para ubicar un Memorial democrático permanente de nuestro pasado colectivo. A modo de ejemplo, si finalmente la prisión Modelo cambia de ubicación, una parte del espacio liberado debería mantener de forma digna un recuerdo cívico a su historia de centro de represión de la libertad en respeto hacia quienes la padecieron. Sería un buen homenaje, al que se añade otro que, sin duda, es el mejor de todos los posibles: la cotidiana gestión de los asuntos públicos fundada en los valores de libertad, igualdad y virtud pública. En la mejor tradición republicana de la cosa pública.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la UPF.

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