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Tribuna:
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¡Ánimo, señor Zapatero!

El señor Zapatero se ha comportado, para muchos de quienes le critican (con tono enfadado en Europa y paranoico en Estados Unidos), de manera imperdonable. Se ha empeñado en decir lo que piensan muchos europeos (y no pocos ciudadanos estadounidenses): Blair y Bush no dijeron la verdad, y la situación en Irak es catastrófica. Hace años, participé en un debate con un grupo de teólogos. Uno de ellos se indignó ante la sugerencia de que tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo exigían justicia social. "Es peligroso", declaró, "dejar que la humanidad crea que el Reino de los Cielos puede hacerse realidad en la tierra". Los detractores de Zapatero se llaman defensores de la democracia, incluso de la civilización. Lo que son, muchas veces, es defensores de la extensión de la democracia occidental -si es necesario, por las armas- al resto del mundo. Por supuesto, permiten excepciones. China es demasiado poderosa, Pakistán es demasiado útil e Israel es demasiado influyente para que se les puedan pedir cuentas en materia de derechos humanos e instituciones representativas. En cambio, a España se la puede criticar por una flagrante violación de los principios democráticos: ha elegido a un Gobierno que a los supuestos defensores de la democracia no les gusta.

Acordémonos de la guerra fría. Sus soldados estaban obsesionados por la imagen monolítica de un comunismo irredimible. Su visión de la historia era maniquea, y el comunismo era el mal absoluto. No les importaban las contradicciones internas del bloque y el movimiento comunista, ni las enormes diferencias culturales entre los países en los que estaba implantado. La idea del adversario inmutable persistió durante años. El cisma yugoslavo de 1948, el levantamiento alemán de 1953, el discurso de Kruschov en 1956 (y su evacuación de los campos de concentración), la alianza católico-polaca de 1956 y la rebelión húngara, el conflicto chino-soviético, Sajarov y el nacimiento de la sociedad civil en la URSS, el compromiso de los comunistas italianos con la democracia parlamentaria, fueron cosas sistemáticamente ignoradas. Los soldados de la guerra fría prolongaron un conflicto que podría haber terminado antes si los dirigentes occidentales hubieran tenido una visión más diferenciada de la URSS y China. Mientras tanto, la supuesta necesidad de combatir el comunismo hizo que Estados Unidos apoyara a regímenes anticomunistas terriblemente brutales. España no necesita que se lo recuerden.

Los nuevos maniqueos, con escaso conocimiento del islam, nos recuerdan que tenemos el sagrado deber de luchar contra el "totalitarismo musulmán" y el "terror". El terrorismo es una técnica especialmente repulsiva, pero quienes ahora la denuncian con tanto ardor no se plantearon dudas anteriormente sobre Dresde e Hiroshima, la desfoliación y los bombardeos por saturación en Vietnam o el propio ataque a Irak. No suelen hablar del implacable tratamiento que aplica Israel a los palestinos. La idea de que la única respuesta legítima a los integristas islámicos es la que le parece bien en un momento determinado a un Gobierno estadounidense es absurda. Como es absurdo pensar que el objetivo del intento de conquistar Irak era combatir el terrorismo.

¿A qué se debe la ferocidad de los representantes ideológicos de Estados Unidos en Europa? La primera respuesta es psicológica. Existen personas que no pueden soportar no estar completamente de acuerdo con los que tienen el poder. Y suponen que Estados Unidos tiene la mayor parte del poder en el mundo. Eso explica el servilismo ante sus clases dirigentes y la incapacidad de comprender que Estados Unidos está lleno de debilidades internas. Algunos, quizá, tienen intereses más materiales que les llevan a defender la causa estadounidense. (Un importante responsable editorial alemán declaró, hace poco, que las subvenciones encubiertas de la CIA a escritores durante la guerra fría le parecían legítimas. Por si sirve de algo, es un airado crítico de España). Los detractores de España en Europa no pueden soportar la idea de que "la comunidad atlántica" es un mito gastado. Estados Unidos lo sabe. Lo que le interesa es mantener un dominio incondicional, no volver a una era dorada de cooperación (bastante imaginaria, si pensamos en la lucha que mantuvo González para quitar las armas nucleares estadounidenses de las afueras de Madrid).

El presidente de la Cámara de Representantes, el congresista Hastert, ha comparado el valor del electorado estadounidense con la cobardía de los españoles. Lo que entiende por valor es muy sencillo: votar al Partido Republicano. En 2002 votó en Estados Unidos el 39% de los electores posibles. De hecho, los demócratas obtuvieron más votos en las elecciones para el Congreso. Hastert, que preside la Cámara con el 19% de los votos, tiene la osadía de criticar a una mayoría española de más del doble. Hasta ahora, las críticas estadounidenses no han pasado de una retórica indignada. Está por ver si habrá un boicot organizado a los productos españoles o medidas oficiales para frenar el turismo a España.

Yo creo que habrá represalias más duras. Mientras tanto, da la impresión de que el PP está llevando a cabo una segunda campaña electoral, curiosamente coordinada con las críticas procedentes de Estados Unidos. Me recuerda la constante campaña de desprestigio y difamación organizada hace años por Estados Unidos contra Willy Brandt, con la inestimable ayuda de sus adversarios alemanes.

Hay dos fantasías que la nueva mayoría española puede ahorrarse. El aparato estadounidense no va a comportarse de forma caballerosa. La banda que robó las elecciones en Estados Unidos convirtió la guerra contra el terrorismo en un negocio rentable, restringió las libertades de los ciudadanos que piensan de otra forma, difamó a la oposición y puso en peligro a cientos de miles de soldados, reclutados principalmente de los segmentos más pobres de nuestra sociedad, no se distingue por tener un exquisito sentido de la delicadeza moral. Conviene que los españoles sean precavidos.

La segunda fantasía es esperar demasiado del Partido Demócrata. El senador Kerry ha pedido mayor presencia militar de Estados Unidos en Irak. Hay demasiados demócratas que tienen vínculos importantes con el lobby israelí, para el que la guerra de Irak es una cuestión de fe. Algunos dicen estar convencidos de que tenemos que permanecer en Irak porque es la forma más responsable de actuar. Lo que se ve, desde luego, es que cada día que las tropas norteamericanas están allí es un día en el que el caos aumenta. Cuando era mucho más joven, Kerry preguntó: ¿quién se atreve a decirle a un

soldado estadounidense en Vietnam que será el último en morir por una mala causa? Por desgracia, debido a los cálculos electorales, parece que ahora está dispuesto a asumir ese papel en Irak. En el Partido Demócrata va a haber un intenso debate sobre el hecho de dejar que sea Bush quien marque las prioridades políticas. De todas formas, es posible que el deterioro de la situación en Irak obligue al presidente a tomar decisiones que ahora resultan impensables. No obstante, los efectos pedagógicos de que España se atreva a decir no, a largo plazo, serán muy importantes. Quizá sirva para que algunos estadounidenses, por lo menos, empiecen a hacer una cosa muy antiamericana: reflexionar con ojo crítico sobre nuestra política exterior.

El nuevo Gobierno no debe malgastar mucho tiempo ni muchas energías en intentar convencer a sus detractores de que actúa de buena fe. Pensar que eso abrirá paso al debate es iluso. A los voluntariosos amigos de Estados Unidos en Europa o los patriotas fanáticos en Estados Unidos se les puede ignorar (cosa que les heriría terriblemente). Al fin y al cabo, son simpatizantes intelectuales. Lo que es imprescindible es que haya una postura europea coherente y unas condiciones concretas que deben exigírsele a Estados Unidos si quiere trabajar con aliados, y no satélites. Una Europa autónoma insistiría en que se deshaga la Autoridad de la Coalición, cese el expolio económico de Irak y Naciones Unidas asuma el mando militar y la autoridad política provisional, al mismo tiempo que se retira el grueso de las fuerzas estadounidenses. Mientras tanto, la posición de Zapatero ha sido en cierta medida secundada por el presidente de Polonia y por Rocco Buttiglione, el político católico que ocupa la cartera de Asuntos Europeos en Italia. Está claro que el futuro primer ministro español habla en nombre de muchos europeos. Y bastantes de nosotros, al otro lado del Atlántico, creemos que también habla en nuestro nombre.

Norman Birnbaum es profesor emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown y asesor del Caucus Progresista del Congreso estadounidense. Autor de Después del progreso (Tusquets). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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