El subsuelo
Caía un sol de plomo el 2 de agosto de 1980 en Bolonia, el día en que una bomba estalló en la estación central, mató a 85 personas e hirió a centenares. El horror reciente de Madrid me ha trasladado con nitidez a aquel otro horror y a sus circunstancias. A la explosión de dolor le siguió una pesada atmósfera que cubría la ciudad como una tenaza y no se sabía si era más irrespirable el aire de la sospecha o la bruma densa del rumor. Hacía poco más de un mes, el 27 de junio de aquel año, un mísil había derribado un avión de pasajeros sobre la isla de Ustica causando otros 80 cadáveres. La masacre de Bolonia parecía la culminación insoportable de aquellos años de plomo que se habían apoderado de Italia.
En el 'subsuelo' conviven el nihilismo y el terror criminal con la complicidad de los poderes que sacan provecho del ocultamiento y la mentira
Como en el caso del avión atacado, nunca llegó a averiguarse la autoría del atentado de Bolonia, atribuido primero a las Brigadas Rojas, después a la extrema derecha, y finalmente archivado u olvidado, como sucedía tan a menudo y como años antes había sucedido con otro acto de terrorismo ferroviario, la carga explosiva en el tren Roma-Múnich, con 12 muertos e impune hasta el momento. Naturalmente, en el centro de este arco espectral, la muerte de Aldo Moro, misteriosa hasta hoy, ocupaba el lugar más simbólico de aquel horizonte inquietante.
Creo oportuno recordar estos hechos, vividos de manera muy próxima, porque se me hizo manifiesto por primera vez el espíritu del subsuelo que ahora parece expresarse en su más sórdido esplendor. Italia, en aquellos años, albergaba de modo concentrado lo que con el tiempo ha adquirido una fantasmal dimensión planetaria. Por un lado, el nihilismo ideológico descargaba periódicamente golpes de una violencia atroz; por otro, los mecanismo de la confusión parecían alcanzar una sofisticación sin límites. Durante años, la zozobra fue permanente. Luego, extirpada la vertiente más brutal de nihilismo, se instauró una etapa de mayor estabilidad que, sin embargo, al mostrarse incapaz de eliminar aquellos mecanismos ha redundado en un enorme descrédito de la política.
En el subsuelo conviven el nihilismo ideológico y el terror criminal con la complicidad de aquellos poderes y actitudes que sacan provecho del ocultamiento, la manipulación y la mentira. Como Dostoievski analizó con implacable lucidez en Los demonios, el subsuelo es la patria propicia del nihilista porque allí, ajeno a la ley, pero también al amor y a la compasión, se siente el incontestado ejecutor de sus quimeras sin tener que dar explicaciones a la modesta e incierta luz en la que viven y mueren los hombres. Incapaz de captar esa luz, el nihilismo se siente, en cambio, superior en el ámbito de la tiniebla. Esa actitud, espiritualmente cloacal, equipara a los actuales fundamentalistas religiosos y nacionalistas con la vieja tradición ideológica, o quizá mejor mental, que Dostoievski diseccionó en sus páginas. Un pobre diablo de ETA o Al Qaeda se ve reflejado como un titán en el espejo del crimen.
Pero, como ocurrió a escala local en aquella Italia de plomo, en el subsuelo se vivifican asimismo los que se benefician del nihilismo para protegerse o, más sutilmente, para justificarse. Tanto en un caso como en el otro, con toda la apariencia legal que se quiera, están enraizados en el subsuelo. Los beneficiarios de los terroristas son tan tenebrosos moralmente como los terroristas mismos y están tan manchados de sangre como ellos. Aquí hay que situar sin duda a los cómplices políticos del sectarismo asesino.
También, no obstante, a todos aquellos que desde el poder han alentado la mentira como instancia última del juego político. La mejor y seguramente más eficaz arma contra el subsuelo es la luz. Por el contrario, toda actitud que convoque la presencia de la sospecha o de la tergiversación acaba por reforzar los argumentos del terrorismo.
Por muchos alardes que la acompañen, en nada nos conviene que la lucha contra el nihilismo se desarrolle desde sitiales ensombrecidos por la mentira, y a este respecto el crédito de un Bush para encabezar el combate contra el terror ha quedado completamente arruinado por su probada manipulación de la guerra de Irak. Es más: la Administración de Bush se ha sentido demasiado cómoda en su propia oscuridad como para merecer la confianza del mundo. Nadie en la actualidad puede sustraerse a la sensación de estar encerrados en un gigantesco laberinto vigilado por servicios paralelos dedicados a la intoxicación sistemática de las conciencias. Y algo semejante podemos decir, aquí, de Aznar: firme ante el terrorismo y frágil ante la mentira, sin darse cuenta de que es esta misma mentira la que acaba desarmándonos frente a la eficiencia demoledora del terror al tiempo que nos sumerge en la intolerancia y la sospecha generalizadas.
No estaba en Madrid el pasado jueves, pero sí recuerdo aquella Bolonia calcinada de hace casi un cuarto de siglo y la convicción de que no existe ni una sola idea que pueda sustentar el más minúsculo átomo de este horror. El espíritu del subsuelo es la negación absoluta de la libertad.
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