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Columna
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Resurgir nacionalista en un mundo global

Terminada la II Guerra Mundial, se alzaron algunas voces anunciando el "fin de la era del nacionalismo". Confrontados con los crímenes del nacionalsocialismo -el nacionalismo difícilmente podrá librarse de este estigma, como el socialismo del de Stalin, aunque sea indecoroso identificar nacionalismo con nazismo o socialismo con estalinismo-, superar el nacionalismo en sus diversas formas pareció la tarea más urgente en una Europa que lo había engendrado, a la vez que había terminado siendo su mayor víctima: dos guerras mundiales acabaron por destruirla. Que se iniciara el proceso de integración europea en los años cincuenta fue posible gracias a que el nacionalismo pasase por sus momentos más bajos, sobre todo en Francia y Alemania, enemigos enfrentados en tres contiendas que lograron superar el nacionalismo agresivo de las primeras fases de la industrialización capitalista.

En los sesenta se expande la distinción entre un concepto de nación cívico, que reposa en la idea revolucionaria francesa de que la soberanía radica en el pueblo, entendido como el conjunto de los ciudadanos con igualdad de derechos y deberes, y el del romanticismo germánico, que atribuye a la nación una identidad sempiterna, al constituir una comunidad étnica, con una misma lengua, cultura e historia. De esta distinción proviene en los noventa la crítica del nacionalismo étnico-cultural y el intento de sustituirlo por un "patriotismo constitucional". Lo que nos hace ciudadanos de un Estado no es la noción romántica de nación, sino la de ciudadanía, derivada de compartir un mismo derecho y unos mismos intereses: ius y utilitas, decía ya Cicerón, son los dos elementos que configuran a un pueblo.

Desplomado el bloque soviético, el prodigioso abaratamiento de las comunicaciones y de unos transportes cada vez más rápidos, convierten el planeta en un solo mundo, en el que el capital se traslada de un país a otro a tanta velocidad como la información y los modos de vida americanos, hasta el punto de que no faltan los que piensan que la globalización únicamente es un eufemismo para designar la americanización del globo. Sea lo que fuere, se da por descontado que las fronteras nacionales no podrían detener la actual avalancha homogeneizadora de las economías, sociedades y culturas. Estado y nación, tal como se desarrollaron en la modernidad, tendrían los días contados.

La paradoja de la que hoy es preciso dar cuenta es que el efecto más contundente de la globalización haya sido el fortalecimiento de la nación en el sentido romántico, y con ella, la nueva pujanza del nacionalismo. La otra cara de la movilidad de los capitales y de las empresas multinacionales, de la rapidez con la que se expande la información y del abaratamiento de los transportes es la emigración masiva a los países más avanzados, uno de los productos más característicos de la globalización que ha llevado consigo, entre otros muchos efectos, positivos y negativos, el de reforzar el nacionalismo. Las unidades de producción se reparten por todo el planeta, lo que obliga a las clases trabajadoras de los países más ricos a competir con las de los más pobres. Son los otros los que tienen la culpa de la pérdida de los puestos de trabajo. A su vez, la llegada masiva de inmigrantes provoca un sinfín de temores sobre la permanencia de la propia cultura. En África del Sur, superado el apartheid, los esfuerzos se centran en levantar una nación con elementos muy dispares, que se unifican sólo frente a los inmigrantes más recientes. En Estados Unidos empieza a preocupar la expansión del español, es decir, la importancia creciente de la cultura latina. En el país en el que el concepto de ciudadanía no se vincula al origen étnico, religioso o cultural, a partir del 11 de septiembre, no ya sólo se discrimina, sino que se persigue e incluso se ataca físicamente a los ciudadanos de origen árabe. Nadie negará la evidencia de que el nacionalismo más extremo domina hoy la vida americana; algo que debería preocupar a todos, pero en mayor medida a los que piensan, sin faltarles la razón, que las modas, actitudes o comportamientos de los estadounidenses suelen terminar prevaleciendo en el resto del mundo. A juzgar por lo que hoy ocurre en Estados Unidos, la ilustración liberal y la noción revolucionaria de ciudadanía pertenecen al pasado y estaría retornando la hora del nacionalismo exacerbado.

El político ultraderechista francés Jean-Marie Le Pen.
El político ultraderechista francés Jean-Marie Le Pen.AP

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