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76ª EDICIÓN DE LOS OSCAR
Columna
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La ley de la pasta

No es la primera vez que ocurre, ni será la última. En realidad, la sucesión de cosas sabidas que llenaron las tres horas de la entrega de los premios de la Academia de Hollywood de 2003 son la norma. Lo que ocurre es que, por remoto que sea el caso, también aquí la norma está abierta a la excepción y precisamente eso, la gloria de la excepción, es lo que le ocurrió al tinglado del tío Óscar el año pasado, y lo que levantó y dio alas a algunas ingenuas esperanzas de que el glorioso mordisco de aquel inesperado soplo de aliento libre, iconoclasta e improvisador podría perdurar y dar al aire algunas -en realidad, son muchas- dentelladas pendientes.

El año pasado, la presión y la urgencia de algunas heridas sangrantes surgidas súbitamente dentro de la ecuación que Robert Altman, con buena mala uva, llama "Hollywood metáfora de América" rompieron de pronto y sin aviso la vieja baraja del tahúr; y por eso allí, en el templo de las cartas marcadas, asomó, ante millones de perplejos insomnes de todo el mundo, el idioma de lo inesperado, de lo asombroso. Pero tan sólo unas cuantas chispas residuales de aquel fuego -pues incluso los célebres chistes contagiosos e irreverentes de Billy Cristal parecían sacados de una lata de conservas- volvieron a tensar allí las alarmas, pero nada sin embargo se movió y menos aún reabrió las grietas que se abrieron hace un año en el espejo de un tinglado televisivo bien engrasado y opulento pero de estructura mediocre, utilitario y prosaico, que tuvo a mano la agarradera de El señor de los anillos para dar aspecto de apoteosis del arte cinematográfico a un aparatoso, aunque simplote, espectro del negocio de películas disfrazadas de cine.

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Y las cosas volvieron a su orden, que en realidad es su desorden, porque desde él se ve por dentro la lógica del paseo militar de El señor de los anillos, que es un espectáculo de factura dubitativa, que va afirmándose a medida que avanza, y que alcanza momentos de firmeza aislados. Es un filme brillante, pero hueco, rimbombante y epidérmico, sin alma; que nada aporta al lenguaje cinematográfico, pero que es astuto y está bien calculado: sabe mover inercias de despacho, romper tacañerías de club financiero y abrir las puertas de los bancos al fantasma, desde hace tiempo proscrito en Hollywood, del riesgo. El mérito, y no es pequeño, de la apisonadora de El señor de los anillos está en cosas tan obvias como que tritura intocables interioridades de la ley de la pasta en el sistema de producción de Hollywood y pone en evidencia a los negociantes de celuloide que, puestos a hacer estruendosos espectáculos de laboratorio informático, deben rascarse el bolsillo y sacar jugo de esa forma menor de la imaginación que es la fantasía.

Películas como El señor de los anillos tienen gracia y sentido, son un divertido juego -dentro de unos años, sus hallazgos visuales, que es lo mejor que tiene, serán arqueología- gratificante que se cierra sobre sí mismo y engatusa y envuelve con buenas artes a millones y millones de espectadores encantados con su invitación a consumir imágenes y opciones balsámicas y efímeras completamente ajenas a las de vida que les cerca. Por eso, siete de sus oscars, los que aluden a sus aportaciones mecánicas a la gran fábrica, están bien ganados, son irrefutables, necesarios incluso; pero los cinco restantes, los concernientes al montaje, la fotografía, el guión, la dirección y la película como conjunto, son una penosa, casi ridícula intromisión de las leyes de la pasta en las de la ética o, si se quiere, de la mecánica en la espiritualidad.

El enorme disparate que supone considerar al neozelandés Peter Jackson mejor director que el portentoso Clint Eastwood de Mystic river es, se mire por donde se mire, un error mayúsculo, al borde de una pura idiotez que arrasa de cuajo todo rastro de credibilidad analítica en el gremio que concedió el premio. No cabe discutir estos asuntos. Sólo cabe dar tiempo a un tiempo que dejará ver, y a no tardar, el verdadero alcance de ambos trabajos de dirección.

El capítulo de los premios de interpretación suele ser el más creíble de este anual reparto de glorias y nubes. Y los del lunes no fueron excepción. A Sean Penn y Tim Robbins, los dos actores ganadores por su trabajo en Mystic river, es quimérico discutirles algo que derrochan. Son artistas enormes. Pero es una pena que estos premios no se dupliquen, pues sería de sueño que Sean Penn lo compartiera con su antípoda Bill Murray, que crea prodigios en Lost in traslation, una maravilla de Sofia Coppola, que con justicia ganó el Oscar al mejor guión. Renée Zellweger no tuvo rival en el capítulo a las intérpretes de reparto, pero la ganadora Charlize Theron sí lo tuvo en el correspondiente a la protagonista. La actriz surafricana hace en Monster un trabajo solvente y poderoso, pero de máscara, mientras la australiana Naomi Watts toca a cara lavada en 21 gramos el techo de la genialidad y se mueve en registros muy superiores a los de su colega. Pero mejores o peores, todos hacen cine vivo, del que queda, y no ejercicios en la cuerda floja de un circo informático sofisticadillo, hinchado y volátil.

Sean Penn y Charlize Theron, con sus <i>oscars</i> de mejor actor y mejor actriz.
Sean Penn y Charlize Theron, con sus oscars de mejor actor y mejor actriz.ASSOCIATED PRESS
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