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Columna
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Una ley inútil

Pese a la confianza expresada por diversas personas, no creo que la denuncia interpuesta contra la empresa que ha destrozado el poblado íbero de El Oral resuelva nada. Desde luego, es imposible que puedan recuperarse los restos arqueológicos que las excavadoras se han llevado por delante. Eso no tiene remedio y debemos resignarnos. Aunque tampoco confío en que los causantes del arruinamiento sean reprendidos o sancionados algún día. Es posible que, tras el eco obtenido por el suceso en la prensa, la acusación siga adelante por un tiempo pero, en un punto u otro del trayecto, el suceso se desvanecerá y no oiremos hablar más de él. Ya lo verán ustedes. En el momento más impensado, se descubrirá que al expediente le falta un papel, una póliza, un sello, una firma, cualquier cosa que permita demostrar que Áridos Starmis no actuó de mala fe. Al menos, así ha sucedido, hasta ahora, cada vez que se ha intentado aplicar la ley de Patrimonio.

Y es que, en mi opinión, la ley no pretende tanto proteger los restos del pasado como salvaguardar a nuestros gobernantes de las críticas que se les pudieran formular. Ésa ha sido, por lo demás, una manera frecuente de legislar en la Comunidad Valenciana durante los años pasados. De ese modo, si alguien denunciaba que el patrimonio valenciano se encontraba descuidado o recibía poca atención, se le respondía de inmediato que tal cosa era imposible. Y efectivamente, eso es así: la Comunidad Valenciana dispone, al día de hoy, de unas normas inmejorables para defender su patrimonio. El problema estriba en que, tan pronto abandonan las páginas del Diario Oficial de la Generalidad Valenciana, esas normas se degradan y pierden su utilidad.

De haber querido nuestros gobernantes amparar de una manera eficaz el patrimonio, hubiera sido más adecuado fomentar el respeto hacia el mismo. Confiar su protección a unas leyes de improbable cumplimiento resulta, cuanto menos, arriesgado. Si el ciudadano desconoce el interés real de esas piedras, continuará actuando con la indiferencia que lo ha hecho hasta ahora. Ahora bien, esos hábitos, muy arraigados entre nosotros, no se modifican de la noche a la mañana. Para transformar esas conductas se precisa perseverancia y tiempo y, sobre todo, el ejemplo de las autoridades. Son ellas las que con su actuación influyen en los ciudadanos. Y aquí es donde las cosas acostumbran a fallar.

Si tuviéramos que juzgar la importancia del patrimonio de Alicante por la consideración que le merece al gobierno municipal, no le atribuiríamos ningún valor. Al contrario, lo consideraríamos un molesto estorbo para el desarrollo de la ciudad. En este asunto, la actuación del Ayuntamiento alicantino ha consistido en una permanente aniquilación de cualquier vestigio que supusiera un inconveniente para edificar. Por diferentes motivos, se ha considerado que el crecimiento urbano y la conservación del patrimonio eran incompatibles y, en una actitud muy comprensible, se ha optado por el primero. La destrucción sistemática de las torres de la Huerta ilustra perfectamente la situación que se ha producido. Ante esos resultados tan admirables, es ocioso preguntarse sobre la utilidad de una ley de Patrimonio.

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