¿Dónde, Sharon?
Desde hace décadas no suele haber peor augurio para una causa justa que la adhesión a la misma por parte de Noam Chomsky, ese gran gurú de la izquierda pitecantrópica que lleva toda una larga vida equivocándose con juvenil entusiasmo. A Chomsky la edad le cierra ya toda posibilidad de enmienda y además no tiene de qué dimitir, todo lo contrario, por ejemplo -y esto es un inciso-, que nuestro ministro de Defensa, Federico Trillo, otro hombre muy inteligente y capaz, que sí tiene la magnífica oportunidad de recuperarse de sus errores y desaguisados presentando una dimisión irrevocable en La Moncloa antes de que comience la campaña electoral y de evitar así su metamorfosis en caricatura, triste proceso ya consumado en Chomsky hace tiempo.
Por ello es noticia que Chomsky haya publicado en The New York Times un artículo lleno de sentido común y totalmente exento de sus habituales argumentos dogmáticos, visionarios y vitriólicos a un tiempo. Dice el profesor de lingüística del MIT (Instituto de Tecnología de Massachussets) que Israel tiene el derecho y el deber de protegerse ante las oleadas asesinas que siembran el terror en sus ciudades. Y que si cree tener que hacer para ello un muro, que lo haga. Pero en su territorio. Porque el muro que se construye en territorios ocupados y cuya legalidad debate estos días el Tribunal Internacional de La Haya no es un mero artificio de protección, sino un instrumento de limpieza étnica en una parte de Cisjordania que hará además inviable una vida digna en el resto.
Israel ha anunciado que no reconoce competencia al Tribunal. Pero no ha podido despreciarlo con la displicencia con que ha tratado otras amonestaciones internacionales. Ha enviado a la ciudad holandesa una amplia representación nutrida de víctimas del terrorismo y de sus mejores diplomáticos. Las víctimas, las israelíes y las palestinas, siempre tienen razón porque llegan cargadas de mil trágicas razones. El cuerpo diplomático israelí no lo tiene igual de fácil. Desde 1967, Israel ha violado todos los principios a observar por un Estado en territorios por él ocupados. La política de asentamientos, constante bajo todos los Gobiernos israelíes, era hasta ahora la violación más obscena. El muro en construcción caprichosa por tierras palestinas es más grave si cabe. Como los asentamientos, pero en dimensiones mayúsculas, esta obra es un violento acto de latrocinio de territorio, de viviendas, tierras agrícolas y agua a los palestinos, un inhumano impedimento para el movimiento de la población y parte de una política de hechos consumados cuyos resultados previsibles son la dinamitación preventiva de cualquier base para un proceso de paz y la emigración hacia el este de Cisjordania de los habitantes de la franja afectada. Tan previsible como los trágicos efectos de esa pared de hormigón de diez metros de altura que el Gobierno israelí llama "vallas" es que toda condena de La Haya a este monumento a la inhumanidad será descalificada por Sharon como otra prueba del antisemitismo europeo. Sabe que no es cierto, aunque los sacerdotes de esa miseria moral que es el antisemitismo también se nutren de la rabia. Sharon es experto en generarla. Y demuestra que además de cínico es un iluso. Aún cree que puede basar la seguridad de Israel en la profundización de la tragedia palestina. A base de crear bantustanes en Cisjordania, Israel puede acabar haciendo un bantustán de sí mismo. Cuando ya no puede estar seguro de contar con un George Bush en Washington que le consienta su política de tierra calcinada. En los años treinta, un viejo rabino, viendo la agresividad de desfiles de judíos bolcheviques y sionistas por las calles de Varsovia, le preguntaba a su hijo, el escritor Isaac Bashevis Singer, que dónde había quedado la larga tradición del culto judío a la compasión. ¿Dónde, Sharon?
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