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ELECCIONES EN IRÁN

La revolución islámica consuma su fracaso

Desastre económico y falta de libertades son el resultado de 25 años del régimen de los ayatolás en Irán

Para comprender la frustración de la mayoría de los iraníes con la Revolución Islámica no hace falta viajar a Bam, donde decenas de miles de personas siguen soportando las heladas en tiendas de campaña tras el terremoto que destruyó sus casas y aplastó 43.000 vidas el 26 de diciembre. Teherán es el más perfecto espejo del desencanto de 25 años de gobierno de los ayatolás. La urbe, de más de 12 millones de habitantes, es una especie de enorme rampa que desciende desde las faldas de las montañas hasta las arenas del desierto, desde los fastuosos barrios del norte hasta los míseros del sur.

En Teherán conviven sin mezclarse las grandes familias -que controlan las finanzas del país desde antes de que llegase al poder la dinastía de los Pahlevi-, y los desheredados que alzaron a Jomeini confiados en que llevarían una vida mejor: decenas de miles de desempleados y todo el escalafón del poder clerical desde los mulás a los poderosos ayatolás. En esa capital han surgido también los nuevos ricos, que han hecho fortuna al amparo del régimen, además de una generación de profesionales, intelectuales y políticos preparados para hacerse con el futuro del país.

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Arañando las montañas que rodean el norte de Teherán, cuyo aire mantienen puro pinos y abetos, las acaudaladas familias conectadas por sangre y negocios han establecido sus residencias, cuyos suelos se disputan espléndidas alfombras de Shiraz, Kerman, Tabriz o Qom. Tanto los edificios de viviendas como los de oficinas dan impresión de solidez. Los constructores, muchos de ellos nuevos ricos que residen en la zona, habrán cumplido muy posiblemente las normas antiterremotos dictadas por el Gobierno para un país asentado sobre dos placas tectónicas en constante movimiento.

Conforme se desciende la gran avenida Valieasr, la ciudad se espesa: los edificios se aprietan unos contra otros mientras las calles bajan empinadas hasta el corazón de la capital, donde reina un caos de tráfico, ruido y multitudes. La gasolina está subvencionada; un litro apenas cuesta 0,06 euros. La industria nacional del automóvil se halla protegida -la importación está prohibida y sólo desde hace cuatro años se permite a compañías como Peugeot, Citroën, Nissan y Mazda fabricar bajo licencia-,por lo que la mayoría de los vehículos son Paykan, que consumen 15 litros a los 100 kilómetros y contaminan hasta hacer irrespirable el aire. Son hijos de la revolución.

Los economistas dicen que sería más beneficioso para todos levantar una buena y extensa red de transporte público con los 1.000 millones de euros anuales que cuesta al Estado la subvención de la gasolina, cuyo precio debiera ser de 0,25 euros. Los políticos afirman que la mecha que incendiaría Irán sería eliminar esa subvención, y el Gobierno ni tan siquiera se atreve a hacer efectiva la subida del 10% anunciada en 2001.

También están subvencionados otros productos básicos, como el arroz y el pan, lo que, unido a la labor social de las fundaciones establecidas con las expropiaciones de fábricas y bienes privados, realizadas por los ayatolás a la caída del sha, evita que haya hambre. Pero después de 25 años, estos logros son más que insuficientes y, según los expertos, lastran una economía que no funciona y que llena las arcas de un régimen despótico y alejado de la ciudadanía.

Después de un fuerte crecimiento continuado desde 2001 (entre el 5% y el 7% anual), la capacidad adquisitiva de los iraníes es ligeramente inferior a la de 1978, el último año del sha, y este fracaso económico es reconocido por las altas esferas del régimen que, una vez que tenga el Parlamento en su poder, pretende abrir las compuertas de la liberalización económica e impulsar el sector privado. Estos conservadores dicen ahora que para mantenerse en el poder tienen que crear empleo y riqueza.

El malestar, sin embargo, es mucho más profundo. Según Reza Jatamí, el principal líder reformista, descalificado para las elecciones y hermano del presidente Mohamed Jatamí, "los iraníes quieren democracia y libertad, y no se conformarán con un puñado de dólares".

A partir de la plaza central del imam Jomeini, la arena del desierto se confunde con la polución de las fábricas. Sólo en el sur obrero funciona una raquítica línea de metro. En esos barrios del sur, las mujeres siguen envueltas en chadores negros. Allí, las muchachas no se cubren la cabeza con hiyab (pañuelo) de seda o muselina, ni llevan guardapolvos que dejan entrever la curva de la cintura. En el sur, los jóvenes no pueden casarse porque carecen de medios para comprarse un diminuto estudio de 20 metros cuadrados, y sobre ellos pesa con más fuerza la represión del régimen, que impide que una pareja tenga unas relaciones sanas y normales. Los hijos de quienes aclamaron a los ayatolás no los quieren en el Gobierno.

No hay lugares de esparcimiento o de ocio; los jóvenes están cansados de ver películas sobre la familia y los niños. Quieren historias de amor y aventuras. Quieren cosas tan simples como libertad para hacer deporte. No existe nada más penoso que acercarse a la Federación de Mujeres Deportistas y verlas cubiertas de la cabeza a los pies con un uniforme que es una cárcel para cualquier movimiento libre y que rompe la aerodinámica necesaria para una competición. El fútbol está mal visto porque destapa grandes pasiones y los ayatolás temen que se incendie en cualquier estadio la chispa que puede barrerlos del poder.

Los mulás siguen empeñados en que la mujer es la perdición del hombre, la culpan de su propia debilidad y la cubren para que no sea provocadora. Como dice la escritora Azar Nafisi, que rompió con los ayatolás en 1997 y se fue a EE UU, el régimen ha impuesto una doble moral. "Si no eres un cínico, no puedes sobrevivir en esta sociedad hipócrita", afirma un conocido periodista local.

Para los occidentales es difícil comprender la transformación que experimenta una funcionaria cuando la ves en su despacho y vuelves a encontrarla en una de las muchas fiestas particulares que se inventan los iraníes de clase alta los miércoles y los jueves por la noche. Las faldas son tan cortas que apenas se ven, y los escotes tan grandes que lucen el ombligo. Corren el vodka y el whisky, y los bailes se cubren de sensualidad.

El 70% de la población iraní tiene menos de 30 años; por tanto, no recuerda la represión del sah, sólo conoce la de un régimen que la mayoría considera que vive de espaldas a las demandas de sus ciudadanos.

Más de 150.000 licenciados universitarios han abandonado el país en lo que va de siglo y en la universidad la mayor aspiración de muchos de los estudiantes es seguirles en su huida de esta jaula que sólo tiene los barrotes de oro para unos cuantos.

Los jóvenes más radicales se han vuelto contra el presidente Mohamed Jatamí y le acusan de haber prolongado la agonía del régimen. "Le creímos cuando nos habló de democracia y libertad, pero ha demostrado que es uno de ellos. No tiene ni el valor de dimitir", afirma Soheil Naderi, estudiante de ingeniería. El régimen cerró el jueves la Agencia Estudiantil de Noticias ISNA que pedía el boicoteo de las elecciones, además de los dos principales periódicos reformistas. El movimiento estudiantil que pagó con sangre su levantamiento en 1999 se siente igual de traicionado por los reformistas que por el régimen. No quieren nuevos parches para una situación sin remedio. "No hay más solución que la vuelta de los ayatolás a las mezquitas", dice uno de ellos.

Una funcionaria del Ministerio del Interior, en el centro de seguimiento electoral en Teherán.
Una funcionaria del Ministerio del Interior, en el centro de seguimiento electoral en Teherán.REUTERS

"Nuestra dictadura no desaparece"

El director de cine Darius Mehjouí cree que la vida cultural de Irán no se verá afectada por el avance de los conservadores. Dice que hay gentes "con tanta ansia de poder que cuando lo alcanzan se acomodan y pueden ser más reformistas y liberales que los que han aplastado por la fuerza". Tras la caída del sha, más de la mitad de los cines iraníes ardieron como teas por haber mostrado películas pornográficas, pero quiso la buena fortuna que al imam Jomeini le gustara La vaca de Mehjouí, transmitida por televisión, con lo que se puso fin a la quema. Después de lamentar la autocensura que ha tenido que imponerse desde el triunfo de la Revolución Islámica, al igual que sus compañeros pintores, actores o escritores, Mehjouí sostiene que "las libertades obtenidas en estos últimos años ya no se pueden cortar, porque ni los clérigos pueden nadar contra corriente".

Mehjouí fue premio del Festival de Cine de San Sebastián en 1993 por su largometraje Sara.

Para este veterano de las artes iraníes, la forma en que el Consejo de Guardianes ha descalificado a los candidatos reformistas es "burda y necia". Mehjouí se rebela contra la manipulación que el régimen hace de las elecciones a través de la televisión, la radio y los periódicos oficiales y asegura que si siguen tratando a la gente de "estúpidos e ignorantes habrá una reacción".

"Todas las dictaduras desaparecen menos la nuestra", dice, pero se consuela con el pensamiento de que en tiempos difíciles "los florecimientos son más espectaculares".

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