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La culpabilidad diabólica

Antonio Elorza

Léon Poliakov, historiador del antisemitismo, utiliza el concepto de "culpabilidad diabólica" para calificar la designación de un personaje individual o colectivo como responsable de todos los aspectos negativos presentes en una determinada realidad, cargando además el acento sobre su condición intrínsecamente perversa. La satanización del judío bajo Hitler, la del gusano y del imperialista yanqui en la Cuba de Castro, la del masón y del comunista por parte del franquismo, la del intelectual laico en el imam Jamenei, serían otros tantos ejemplos de esa caracterización peyorativa, que en dictaduras y regímenes totalitarios fue utilizada en múltiples ocasiones a lo largo del siglo XX para servir de base a actitudes maniqueas, y sobre todo para justificar la represión, cuando no una lógica de exterminio.

En la actualidad, asistimos a una pugna a escala mundial entre el integrismo islámico y el antiterrorismo made in USA para cargar sobre el otro la culpabilidad diabólica en la confrontación. De un lado, integristas y fundamentalistas de todo tipo denuncian la intención maléfica de la cruzada de Occidente para aplastar al islam, con Bush y el sionismo a la cabeza. De otro, el presidente norteamericano define toda su política exterior en clave de un antiterrorismo, legitimado los por atentados del 11-S, lo cual le ha permitido adoptar las decisiones más insensatas y más agresivas con tal de que respondan al objetivo sagrado de acabar con los agentes reales o imaginados del terror. El propio recurso a la expresión "el eje del mal" nos informa de sobra acerca del terreno en que Bush nos obliga a movernos. Para Bush y para Bin Laden no hay que analizar nada, ni matizar nada. Todos los males de la Tierra son culpa del otro y cualquier medio es bueno para acabar con él. No hay costes humanos ni derechos humanos. La destrucción de las Torres Gemelas es para uno la bendición de Alá; las jaulas de Guantánamo resultan para el otro simples instrumentos la democracia. Por no hablar de Irak y de su gran mentira. Ni siquiera cuenta para Bush la subida en flecha del antiamericanismo que su "imperialismo incoherente", por usar la expresión de Michael Mann, alimenta a escala mundial.

En España, el recurso a la culpabilidad diabólica entra en escena de la mano de José María Aznar. Su propensión autoritaria pasó a primer plano con la victoria electoral por mayoría absoluta y encontró la longitud de onda apropiada tras el 11-S. Por fin todas las piezas encajaban. La lucha contra el terrorismo de ETA engarzaba con la exigencia de una estrategia antiterrorista mundial. Cualquier otra cuestión se convertía en subordinada. Bush había dado la pauta. Aquel que ignorase la prioridad absoluta del antiterrorismo, y correlativamente, la primacía no menos absoluta de Occidente y de los Estados Unidos, era incluido en el círculo de los enemigos, o cuando menos entre los cómplices de los enemigos. Y Aznar secundó ciegamente a Bush, en la ONU y frente a Europa, sin tener en cuenta el desastre injustificado a que podía llevar el militarismo desaforado de los Rumsfeld y Wittfogel.

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A partir de su actuación como comparsa en las Azores, cada vez más seguro de sí mismo, Aznar perdió el norte y se convirtió en el causante de una bipolarización innecesaria en la vida política española. Los polos enfrentados ya existían en Euskadi, pero allí habían sido los nacionalistas quienes los colocaron uno contra otro a partir del acuerdo de Estella/Lizarra. Frente a esa situación desfavorable, lo que hizo Aznar fue seguir la corriente al adversario, devolviendo golpe a golpe. El efecto bumerán no tardó en producirse, propiciando la difusión de una falsa idea según la cual el PP tendría tanta o más responsabilidad que ETA en el callejón sin salida vasco. Si no secundaba al PP, el otro era visto como fuente de complicidades y errores. Ni siquiera en un episodio menor, como la eliminación de Nicolás Redondo al frente del PSE, fueron los populares capaces de introducir en su discurso una pizca de esprit de finesse, y les iba mucho en ello. Con poner al PSOE contra la pared tenían suficiente. Así favorecieron a quienes desde otras orillas remaban para ir contra el Pacto Antiterrorista, soporte de la coalición constitucionalista en las elecciones vascas de mayo de 2001. Y así han llegado a la crisis catalana, un verdadero regalo de los dioses, arruinado en parte por la demasiado visible intención de aprovechar el suceso para conseguir el aplastamiento del PSOE. ¿No es capaz Aznar de darse cuenta de que en el caso Carod está presente un tema de Estado, más allá de los intereses de su partido, que siempre necesitará a un PSOE razonable, el del ultimátum de Zapatero a Maragall, para no verse desbordado? Incluso cuando irrumpe el comunicado de ETA, ¿no hubiera sido más inteligente actuar en la línea de Piqué, dejando al contrario en fuera de juego desde el supuesto luego incumplido de que el PSOE y el PSC responderían al desafío con un sentido de Estado?

Los sucesos de las últimas semanas vienen a confirmar lo que escribiera Maquiavelo acerca del papel decisivo de la fortuna en la vida política. Primero actuó en contra del PP al poblarse el ambiente internacional de condenas contra la mendaz justificación de la guerra por parte del trío de las Azores. Los momentos gloriosos en la primera fila del antiterrorismo mundial pueden pasar factura. La estrategia de la satanización fue llevada por Aznar a sus últimos extremos con motivo de la invasión de Irak, y resulta lógico que los electores tomen en cuenta ese disparate. Ni siquiera hoy está dispuesto a rectificar. Se mantiene en una actitud de inmoral arrogancia. Sólo en España es ignorado el tremendo engaño de las armas de destrucción masiva. Y hay hombres nuestros allí.

Aun dejando de lado temas de gran relieve, tales como la manipulación a ultranza de los medios de comunicación, la voluntad de controlar la justicia o las políticas de cultura y de educación, lo reseñado bastaría para hacer aconsejable un relevo en las elecciones de marzo. A pesar del alivio que supone la retirada de Aznar, únicamente un periodo de reflexión política desde la oposición puede devolver al PP a la condición de partido de centro-derecha propiamente dicho. La tentación autoritaria ha sido excesiva en estos últimos cuatro años.

Lo peor es que el PSOE se ha contagiado en buena medida del maniqueísmo exhibido por el presidente del Gobierno. Las críticas vertidas contra la fase de oposición responsable han tenido éxito, y tanto el líder del PSOE como su partido y los medios de comunicación afines se han entregado a una labor de destrucción de imagen, en gran medida justificada, pero que al no conocer límites en su aplicación acaba afectando a intereses superiores a los de un partido y unas elecciones. El estigma de la culpabilidad diabólica recae en este caso sobre Aznar de modo inmediato, repercutiendo a continuación sobre la credibilidad de nuestra democracia y de una Constitución que ya se encuentra lo suficientementeasaeteada como para que esa labor de erosión se intensifique, por la vía de la crítica contra el PP. Sólo faltaba que Juan Luis Cebrián aportase el concepto-ariete de fundamentalismo democrático. En su libro, la expresión tiene un contenido bien acotado; ya ha comenzado a registrarse, sin embargo, un uso del mismo tendente a descalificar toda defensa del orden constitucional hoy vigente. El discurso demagógico que tiene en su punto de mira a la configuración actual de nuestra democracia no dudará en trazar puentes con otra aportación, por llamarla de alguna manera, la que en el libro póstumo de Vázquez Montalbán introduce la calificación de nacionalconstitucionalismo de las JONS, en el marco de un "aznarismo" remake del franquismo. Hace unos días, en este mismo periódico se hablaba de la España rota y la España roja como recursos del PP para empatar las últimas elecciones administrativas. Maragall evoca con frecuencia el papel de Aznar como causante de un eventual estallido de España y el otro día casi se refirió a 1936. Tomadas una a una, tales declaraciones tienen posiblemente alguna base. En conjunto, forjan una asociación fraudulenta entre la gestión de Aznar y el retorno a la España de Franco, patriotismo constitucional mediante. Ciertamente, Aznar es un político autoritario y su estilo ha envenenado la vida política del país. Ahora bien, las instituciones quedan y la profunda descentralización del Estado de las autonomías se mantiene. La vía adoptada para ilegalizar Batasuna, primero, y para frenar el plan Ibarretxe luego, ha sido estrictamente jurídica. Bien está subrayar los aspectos reaccionarios de su política y de su visión de la historia, por lo demás no lejana en puntos clave de la que difunden figuras del nuevo socialismo; sugerir siquiera que se dio con Aznar un regreso a la dictadura es pura demagogia.

Tampoco puede ser valorada esa gestión según el criterio de que todos son sombras. Con los sindicatos, la huelga general alcanzó una salida flexible y la política económica ha garantizado niveles satisfactorios de crecimiento. Ni "España va bien" ni Aznar la ha puesto en el infierno. Y en el caso vasco, resulta innegable el éxito a la hora de contrarrestar la ofensiva de ETA después de la tregua, siendo no menos innegable que la kale borroka se ha desplomado con la serie de ilegalizaciones, de Jarrai a Batasuna.

En cuanto a la oposición al plan Ibarretxe y la desconfianza ante la reforma estatutaria del tripartito catalán, las explicaciones del PP son torpes, y la resistencia a cualquier reforma contraproducente, pero el rechazo puntual al "todos queremos más" resulta razonable, aunque Maragall y los apologistas del PSOE se esfuercen por mostrar que es estupendo eso de que cada una de las grandes autonomías amplíe sus competencias a voluntad sin preocuparse de lo que pueda quedar de Estado una vez que aquéllas "se sientan cómodas". En ninguna democracia del mundo tiene hoy carta de naturaleza un delirio semejante, por más que Ibarretxe tenga que cumplir el mandato de la prehistoria vasca y en Cataluña algunos descubran de repente que España es un lastre. Además, la plurinacionalidad en el caso español no supone fragmentación, sino imbricación de procesos de construcción nacional, sobre la base de identidades duales, aun cuando los partidos nacionalistas y sus intelectuales asociados pretendan ver en nuestro país una nueva versión del Imperio Austrohúngaro o de Yugoslavia.

Éste es el aspecto más significativo del caso Carod, segundo golpe de la fortuna, por encima de que Aznar busque de forma primaria una ventaja para su partido. La tensión entre Zapatero y Maragall constituye un espléndido ejemplo de lo que nos espera a todos si se reforma el Estado en el sentido y con el alcance que propone el tripartito: dos vértices de decisión no pueden coexistir permanentemente, y menos si en uno de ellos actúa por libre una fuerza que busca la ruptura. Desde tiempos romanos, la bicefalia en política no funciona. El cheque en blanco dado por Zapatero a Maragall para la alianza con quienes buscan la independencia, no un Gobierno de izquierda, mostró ya en su primer episodio, penosamente resuelto, el enorme coste que podía representar para el PSOE. Y la tregua con barretina de ETA ha hecho el resto. Las invocaciones de Maragall a un fortalecimiento del Pacto Antiterrorista para sostener a toda costa su tinglado, regalo de Rajoy al mentar la bicha, y la coartada de Carod y de ETA fechando el inicio de la tregua retrospectivamente, suponen no sólo conductas moral y políticamente miserables, al representar un apoyo por omisión o por acción a la resurrección política del terror, sino insultos a la inteligencia de catalanes y españoles. Ha sido Carod, pero tras él, Maragall y el PSOE por su empecinamiento en sostener a sangre y fuego la alianza con ERC, los que hacen que ETA esté en primer plano de la actualidad política: hubiera bastado hace pocos días que Zapatero rechazase en las circunstancias actuales el declarado apoyo de Carod para que ninguna responsabilidad recayera sobre el PSOE. Ahora todo cambia. Al confirmar ERC a Carod y Maragall negarse a la exclusión de Esquerra, en contra de la exigencia planteada por Zapatero el miércoles, la crisis real del PSOE no tendrá que esperar a una derrota electoral, aunque de momento permanezca semienterrada. En una discrepancia entre Zapatero y Maragall, entre el Gobierno de Madrid y el de Barcelona, ¿quién decide? Una conspiración diabólica demasiado real, la de ETA, habrá triunfado, pero tal vez contribuye involuntariamente a arrojar luz sobre nuestros más importantes problemas políticos.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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