Jatamí: el entierro de la ilusión
Al producirse en 1997 la gran oleada popular que hizo obtener la presidencia de la República Islámica al hoyatoleslam Mohamed Jatamí, la escritora Azar Nafisi no se dejó arrastrar por el entusiasmo colectivo. Se aplicó a sí misma el dicho de que "nunca hay que fiarse de un molá". El problema no residía en que las elecciones contemplaran la victoria de un clérigo de buenas intenciones, sino en que se abriera el imposible camino hacia un nuevo régimen en el que los clérigos fueran devueltos a la esfera religiosa. El revestimiento democrático, con el sufragio universal y la aparente división de poderes, coronada por un presidente, de nada servía mientras el Guía de la Revolución, cerebro del pulpo clerical, fuera el centro efectivo de las decisiones políticas y de la represión. Cuando en las pasadas semanas el Consejo de los Guardianes, brazo represivo de Jamenei, eliminó a miles de candidatos a las elecciones, entre ellos al núcleo duro reformador del anterior Parlamento, Jatamí suscribió el fondo de la protesta de diputados y ministros, declaró que con las exclusiones no había posibilidad de elecciones libres, pero eligió el callejón sin salida de la negociación con Jamenei. Por orden de éste, los Guardianes aliviaron un poco las listas de excluidos y tras un nuevo alegato de Jatamí, con el apoyo del presidente del Parlamento, el episodio acabó el 6 de febrero con la orden terminante de Jamenei, de inmediato acatada por Jatamí: "Las quejas deben ser ignoradas por el bien de las elecciones"; ningún aplazamiento. La prensa del régimen apunta ya a la posterior represión contra los parlamentarios que osaron alzarse. A los auténticos reformadores sólo les queda el recurso de propugnar la abstención. El profesor Hashem Aghajari, condenado a muerte hace dos años por recomendar a los iraníes que dejasen de seguir "como monos" al poder clerical, propugna desde la cárcel una resistencia pasiva.
El balance de los últimos acontecimientos le da la razón a Azar Nafisi. El régimen dual iraní es irreformable desde el interior; de ahí el desencanto de las masas que votaron por Jatamí en 1997 y 2001, y por los candidatos reformadores en 2000. Sólo cientos de estudiantes se han movido en esta crisis. La impotencia del presidente, su indecisión a la hora de enfrentarse a quienes destrozan su labor, tan eficaz sobre todo en los campos de la sociabilidad y de las relaciones internacionales, llegan a asumir la apariencia de un cinismo, incluso de una traición.
¿Cómo justificar que soportase los atentados contra cercanos colaboradores, los asesinatos contra intelectuales, la represión de tipo fascista contra los estudiantes? Y ahora ¿qué? El pulso no ha servido para cambiar nada. Los hombres próximos a Jatamí han sido eliminados de la carrera electoral y su intervención sólo sirvió para echar agua al fuego en el momento álgido de la protesta rechazando la dimisión de los miembros del Gobierno que se la presentaron. La explicación hay que buscarla en el mismo factor que hizo posible su elección como presidente. Jatamí no es ningún infiltrado. Es un intelectual que asume por entero la necesidad de la Revolución Islámica y no está dispuesto a rebasar sus márgenes. De ahí que hasta ahora haya soportado las decisiones, los vetos y los crímenes amparados por el Guía. Era el precio a pagar por la expectativa de ir llenando de contenido las instituciones democráticas y de construir una sociedad plural, incluso en su dimensión política, sin otro freno que la estricta subordinación al islam y la defensa del orden construido por Jomeini, aceptando "la restricción de algunas libertades" (sic). Es lo que Jatamí denomina la democracia religiosa.
La de Jatamí era la utopía forjada desde finales de los sesenta por intelectuales como Alí Shariati y clérigos como Motahhari, quienes en el enfrentamiento con el sha soñaron con un tipo de islamización en que el rechazo de toda asimilación por Occidente no implicaría una ignorancia de sus aportaciones en los terrenos social y político. Eso sí, detesta la westoxication, concepto creado por Al-e Ahmad, amigo de Shariati, para designar la contaminación del musulmán iraní por elementos occidentales. Profesor de filosofía, Jatamí busca sus antecedentes siglos atrás, en pensadores como Mullá Sadra, quien en el siglo XVII opuso su enfoque racionalista al tradicionalismo de la jerarquía shií. El combate contra los elementos sectarios que dominan la República Islámica tenía ese sentido: colocar su visión participativa y plural del orden islámico por encima de la costra de anquilosamiento doctrinal, intolerancia y violación de los derechos humanos que sostienen "los clérigos reaccionarios y dogmáticos". Jatamí lamenta que la falta de libertad de pensamiento frenara el desarrollo iraní. "En el último medio siglo", nos dice en su libro Islam, libertad y desarrollo (1998), "cada vez que estuvimos a punto de experimentar la libertad, dejamos pasar la oportunidad". Era una constatación y una profecía.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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