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Tribuna
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Crecimiento insoportable

Hay palabras cuyo prestigio las exime de ser cumplidas. El buen político intuye su utilidad, olfatea su rastro y al final da con ellas. Podrá entonces pronunciarlas una y otra vez sin que disminuya su efecto hipnótico. No sólo es importante en estos casos la dicción -solvente, sin titubeos-, sino la evocación que el amuleto procura a los que no quieren oír otra cosa. Estos fetiches verbales son una formidable simulación que consigue sustituir a la misma realidad.

Para evitar las profecías apocalípticas del ecologismo moderado -lo radical es ilegible para el sistema-, el lenguaje institucional adquirió en el mercadillo de ocurrencias conceptuales un término que hiciera creíble la promesa de un mundo en expansión constante pero inocua. El crecimiento sostenible se incorporó al índice mínimo de buenas voluntades que todo candidato esgrime para apaciguar las debilidades sentimentales de sus votantes y el envenenado reproche de sus adversarios. No hizo falta aclarar cómo puñetas se imponen los límites al desarrollo ni quién los paga, pues nadie interroga a un talismán, salvo que esté como una chota.

Mallorca ha sido durante tres décadas un campo de maniobras excelente para un combate sin espectadores: por un lado, el sentido común -la más singular inspiración a la que puede acceder un mallorquín-; por otro, la rotativa urbanizadora mejor engrasada de Occidente. Cuesta trabajo imaginar a una modesta isla mediterránea -apenas 100 kilómetros en diagonal- saciando las fauces de un negocio insaciable, pero la máxima que dirige su expansión es irrefutable: donde hay pelo hay alegría. Lo que en las escuelas se considera naturaleza peluda es en Mallorca territorio pendiente de calificación urbana y el único límite que se está dispuesto a reconocer son los abruptos acantilados de la sierra norte, a cuya arbolada cresta se dirige ahora la legión de excavadoras mecánicas.

Obviamente, detrás de esta implacable transformación del territorio -de rural a urbano, de apacible a desapacible, de paisaje a suburbio, de sostenible a insoportable- hay una economía organizada para dar satisfacción a una numerosa asociación de beneficiarios -propietarios, constructores, industriales, empleados...- cuyo derecho a ser feliz se vería seriamente afectado por cualquier restricción, por sensata que ésta pudiera llegar a ser. El instinto de la codicia también es insaciable, pero no hace falta rebatirlo: su anhelo no es la felicidad.

La colisión entre dos modelos de desarrollo -uno, virtual, el otro, espantoso; uno, inexplicado, el otro, inexplicable- es la consecuencia de un preocupante fracaso colectivo: los partidarios de la expansión perpetua detestan las pérdidas económicas que un territorio finalmente ordenado les augura; los partidarios del equilibrio ambiental lamentan la desolación del urbanismo salvaje.

Los manifestantes que se reunieron en Palma por enésima vez (y no será la última) para clamar a favorde los límites reclaman cierta sensatez ejecutiva en la administración de un territorio escaso y la invención de un modelo económico que regule el crecimiento. En realidad, no esperan nada del otro mundo: se conformarían con cierta estabilidad mundana. La mayoría representan a esa parte de la población que ha comprendido la virtud del egoísmo inteligente, aquel instinto que, procurando siempre por ti, aconseja aprender a conformarse, antes de que sea demasiado tarde.

El eslogan escogido esta vez para anunciar la convocatoria de la manifestación -Qui estima Mallorca no la destrueix (dejemos de lado por el momento el habitual abandono de las convicciones laicas y el uso indebido del San Valentín del santoral mercantil católico)- evoca los buenos sentimientos heridos cada vez que se levanta la fachada de un adefesio en medio de un vergel rural. Como ha sido escrito para caber en una línea, el lema cumple su función, pero conviene no perder de vista la pulsión que gobierna la fuerza expansiva del desarrollismo insular.

Al parecer se ha demostrado que el canibalismo es una de las mayores expresiones de amor a las que una mente primitiva puede acceder. Paralizado por un organismo insuficientemente dotado, el caníbal vive desconcertado por inclinaciones amorosas que es incapaz de expresar con flores o versos. No identifica claramente qué significa esa fuerza de atracción que lo lleva a caminar fervientemente hacia su confuso objeto de deseo. Es tan extraordinario el anhelo que siente, tan soberbia la pasión que lo arrastra y tan pobre su experiencia lírica. Desesperado, el caníbal devora lo que ama y, una vez satisfecho, eructa.

El depredador de territorio se considera un excelente gastrónomo. Su digestión es lenta, pesada, probablemente le producirá un definitivo colapso orgánico, pero ¿qué otra cosa puede hacer, salvo devorar aquello que tanto ama?

Basilio Baltasar es editor

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