Un político simple
PROBABLEMENTE, la imagen que quedará como icono de la presidencia de Aznar será la foto de las Azores. De las incontables instantáneas de aquel acontecimiento, la más expresiva es la del momento en que Bush paternalmente coloca la mano sobre el hombro de Aznar. El protagonista principal acariciaba al actor de reparto, escogido para introducir una cierta diversidad en una imagen demasiado anglosajona y para colocar una nueva puya al núcleo duro de la Unión Europea.
La foto simboliza la ruptura más importante que Aznar ha provocado en sus ocho años de gobierno. Ruptura en la política exterior española, que cambió de rumbo, liquidando al mismo tiempo el consenso que se había labrado cuidadosamente desde 1977. Y ruptura en el interior del propio país, porque una ciudadanía mayoritariamente hostil a la guerra se encontró impotente frente a la cerrazón del presidente y tuvo que soportar, después, una campaña electoral que, para hacer olvidar la guerra, Aznar construyó sobre la amenaza roja y la ruptura de España.
La opción de Aznar por el atlantismo sin fisuras es consecuente con su modo simplista de entender la política. Conforme al esquema amigo/enemigo, la acción de Aznar sigue siempre la forma binaria para deducir que hay una sola opción posible -la suya- y todo lo demás configura una amalgama de irresponsables. Aznar lo ha repetido muchas veces: no hay alternativa a Bush. O se está con él o se está con el eje del mal.
La apuesta incondicional por Bush sitúa a Aznar en la tradición clásica antifrancesa de la derecha española, como él mismo ha reconocido. Y rompe, en cambio, con el antiamericanismo, muy extendido en la derecha española desde la pérdida de Cuba, y muy propio del franquismo, que nunca fue ideológicamente agradecido con Estados Unidos, a pesar de que a ellos debió el oxígeno necesario para durar cuarenta años. Es relevante que la derecha española se entregue al poder americano justo en el momento en que ocupa la Casa Blanca un político doctrinario y ultraconservador, que juega sistemáticamente a confundir moral y política, y que, como dice Paul Krugman, ha establecido en la Casa Blanca "unas relaciones incestuosas entre Gobiernos extranjeros, negocios privados y fortunas personales de gente del Gobierno o próxima al mismo" sin precedentes en administraciones norteamericanas anteriores.
Sin embargo, la historia de Aznar no se reduce al trío de las Azores. En el balance de sus ocho años hay otros dos acontecimientos que merecen un lugar destacado: la unificación de la derecha en democracia y la eficaz acción policial que ha colocado a ETA en el momento más delicado de su historia.
A la unificación de la derecha le falta pasar una prueba para poder emitir un juicio definitivo: la pérdida del poder. Pero es cierto que hoy todas las familias políticas de la derecha española están unidas en un solo proyecto, condición necesaria para gobernar en un país que tiende a situarse en el centro-izquierda. En los primeros años de su mandato -haciendo de la necesidad virtud-, Aznar llegó a soñar en llevar esta unificación hasta los nacionalismos conservadores periféricos. No fue capaz. Quizá, en el fondo, eran proyectos incompatibles: abrazar a CiU o al PNV hubiese comportado que quedaran fuera del enorme palio aznarista los sectores más conservadores y posfranquistas.
Dicho de otro modo, quizá el precio de la unificación de la derecha española ha sido la reactivación y reactualización de los viejos lugares comunes de la misma. Y el instrumento, una estrategia de la tensión que Aznar emprendió en la oposición, ha seguido utilizándolo en el Gobierno y continúa ejerciendo en su despedida. Y esto nos lleva al tercer claroscuro de Aznar. El presidente ha sido incapaz de transformar en solución política los éxitos de la acción policial y judicial contra el terrorismo. Algunos dirán que estos resultados pasaban inevitablemente por el conflicto con el PNV, que no habría aceptado la ilegalización de Batasuna y otras decisiones. Pero el hecho es que el simplista Aznar, después de roturar a su modo el espacio de los buenos y de los malos, ha sido incapaz de entrar en la complejidad de un acuerdo con los nacionalistas que permitiera trabajar conjuntamente para dar la vuelta de tuerca final a ETA.
Quizá este desencuentro forma parte de los efectos colaterales de la unificación de la derecha española. Generalmente, todas las uniones políticas se hacen contra algo. Y, puesto que la izquierda cada vez da menos miedo, Aznar ha encontrado contra el nacionalismo vasco y contra Europa dos interesantes factores de cohesión. De modo que las tres piezas capitales del proyecto Aznar están perfectamente interrelacionadas. Es la coherencia de un político simple.
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