Oriente Próximo, regreso al futuro
La Autoridad Palestina baraja la idea de su autodisolución. Con ello, recurre a la única gran arma que le queda contra Israel: el vientre de las madres de Oriente Próximo.
El primer ministro israelí, Ariel Sharon, esprinta para erigir un muro de entre 600 y 700 kilómetros que cumple tres funciones: 1. Establecer una nueva frontera de hecho que prepare la anexión de cerca de la mitad de Cisjordania, lo que sería más económico con el presunto repliegue de Gaza, porque recorta la necesidad de serpentear territorio en defensa de las colonias que vayan a desaparecer. 2. Impermeabilizar, al máximo, ese territorio contra los terroristas. 3. Contribuir a la destrucción de la sociedad palestina, por medio de la división de numerosas localidades, que saja como un bisturí; por su reducción a la miseria, ya que las aísla de sus fuentes de trabajo, y por la incomunicación de un mundo, del que se busca la desarticulación más extrema: que deje de ser.
Ante ello, la Autoridad Palestina estudia hacer del pasado, su futuro. A su fundación en 1964, y especialmente con la elección de Yasir Arafat a la presidencia en 1967, la OLP propugnaba el establecimiento de un Estado binacional en todo el territorio del antiguo mandato británico; esto es, que árabes y judíos convivieran democráticamente en un solo Estado bajo el principio "un hombre, un voto", pero con la salvedad de que sólo los hebreos instalados en el país antes de la fundación de Israel en 1948 pudieran permanecer en esa Palestina. Así, los árabes gobernarían siempre como mayoría.
La obviedad, sin embargo, ratificada en varias guerras contra el mundo árabe circundante y la insurrección terrorista palestina, de que la victoria militar era imposible iría convenciendo a la OLP de que había que pensar en otra cosa y, tras una evolución que ya se hacía notar en los setenta, culminaba en 1988 con la proclamación de la independencia de una Palestina virtual, así como con el establecimiento de un Gobierno en cualquier parte del territorio liberado, aquel que, mediante negociaciones, evacuara Israel. Del Estado binacional se había pasado a los dos Estados nacionales, que es la base sobre la que se discutía en el proceso de Oslo.
Y, hoy, la imposibilidad en que se encuentra la AP de cumplir con los más elementales cometidos de un Gobierno en los parches aislados, sin comunicación entre sí, a que ha quedado reducido el territorio no ocupado por Israel, hace que se plantee, aunque quizá sólo tácticamente, la idea de que lo mejor es aceptar que Israel se anexione Cisjordania y Gaza, y tenga que apechar con el problema de una población palestina a la que no le sería fácil negar eternamente la ciudadanía, con los derechos democráticos que comporta.
Israel tiene algo más de seis millones de habitantes, de los que casi 1.200.000 son palestinos de nacionalidad israelí; y los territorios ocupados, al menos tres millones y medio de palestinos, sin nacionalidad reconocida o residual jordana. En los 25.000 kilómetros cuadrados de superficie que cubre Israel más los territorios que conquistó en 1967, hay, por tanto, algo menos de cinco millones de judíos y casi cinco millones de árabes que, según las previsiones de crecimiento -el arma de las madres-, serían, hacia 2025, 10 millones de palestinos, contra una cifra apenas algo mayor que la actual de judíos.
Nadie ignora que ningún Gobierno israelí va a tragar semejante situación. Pero el problema, con sólo plantearlo, es mayúsculo. Ante sí, Sharon sólo tiene jugadas extremas: la deportación del mayor número posible de palestinos, lo que sería un escándalo mundial, y la terminación del muro o valla, si hace falta, incluso, por medio de la guerra, para apilar más allá de esa divisoria el mayor número de árabes, sin excluir a los propios de Israel; pero eso equivale a renunciar a cualquier idea de paz futura. Por todo ello, la propuesta de volver en el futuro al pasado de un Estado común para árabes y judíos es la gran arma de destrucción masiva que les queda a los palestinos. Incluso sólo como amenaza.
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