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Tony Blair e Irak: una tragedia pública

El ya famoso informe de lord Hutton sobre las circunstancias que rodearon la muerte del científico experto en armamento del Gobierno británico David Kelly ha sido recibida con un inaudito coro de desdén. Casi sin excepción, los analistas de prensa han denunciado que está maquillado. Si las encuestas sirven de indicativo, la opinión pública comparte su opinión. Es fácil entender por qué. El informe ha exonerado, no sólo de engaño deliberado, sino también de cualquier tipo de conducta cuestionable, a los principales funcionarios implicados en el asunto: el primer ministro, otros ministros del Gobierno, el personal del primer ministro en el número 10 de Downing Street, los burócratas del Ministerio de Defensa y los maestros espías del Comité Conjunto de Inteligencia.

La BBC, por su parte, ha sido salvajemente criticada, no sólo por dar cobertura a una alegación falsa, sino por su grave negligencia editorial y directiva. Gavyn Davies y Greg Dyke, el presidente y el jefe ejecutivo de la BBC, se han visto obligados a saltar por la borda, mientras Tony Blair sonríe burlonamente tras un halo de rectitud. Dado que todo el asunto se deriva de la insistencia de Blair en llevar al país a una guerra de dudosa legalidad, cuya justificación aparente ha resultado ser falsa, esto parece, por decirlo de una manera suave, un poco extraño. Es como si el planeta Hutton fuera un lugar muy distinto del planeta Tierra. Pero la acusación de encubrimiento va descaminada. Cualquier esperanza de que Hutton pudiera haber tenido que encubrir al Gobierno no se ha cumplido. Lo que ha hecho -indudablemente sin darse cuenta- ha sido arrojar un vívido rayo de luz sobre la crisis que se está formando en el Estado y en el espacio público británicos.

Esta crisis -con profundas raíces en la historia británica- se ha acelerado notablemente bajo el Gobierno de Tony Blair. De hecho, uno de sus aspectos más deprimentes es la actual cultura de la BBC. Pero la cuestión de si Andrew Gilligan -el periodista de Today que al alegar en el programa matutino que el Gobierno había engañado deliberadamente disparó una cadena de acontecimientos que desembocaron en el informe de Hutton- estaba o no sometido a un control editorial adecuado es desviar la cuestión. El verdadero asunto es que un servicio de información público y profesional, con el deber supremo de preservar el interés público manteniendo una escrupulosa precisión en sus noticias y al mismo tiempo sosteniendo firmemente el espacio del comentario libre, no debía, para empezar, haber contratado a Gilligan.

Gilligan era un cazaprimicias, el equivalente periodístico de cerdo que anda en busca de trufas en el suelo frío y húmedo del suroeste francés. Cuando tenía una primicia (o una aparente primicia) que masticar, era lo único que importaba; no la categoría y larga reputación de la BBC, y mucho menos la lealtad a su fuente. Lo único que contaba era encabezar los titulares. La caza de primicias a la Gilligan no es un aderezo de la prensa libre, como un deprimente número de analistas de prensa parecen pensar. Es un cáncer que le roe las entrañas. Y está completamente alejada de la ética de servicio público que supuestamente la BBC encarna. Lord Hutton, Tony Blair y el ex director de Comunicaciones de Blair, Alastair Campbell, estarían probablemente de acuerdo con esto. Pero las enseñanzas del informe de Hutton no terminan aquí. Una de las lecciones más evidentes de esta investigación es que Gilligan y Campbell se merecen mutuamente, de hecho uno es el reflejo del otro. Ambos son síntomas de la misma enfermedad: productos de una afección que está erosionando persistentemente los valores y las prácticas de ciudadanía de las que depende el espacio público.

La BBC contrató a Gilligan, el obsesivo cazador de primicias, porque antepuso los índices de audiencia al meticuloso servicio público. Blair contrató a Campbell, el obsesivo asesor político, porque antepuso las ganancias fáciles del populismo manipulador a las duras dificultades que presenta la democracia deliberativa. En los días de la vieja constitución -la constitución en la que los ministros son responsables ante el Parlamento y tienen a su servicio profesionales desinteresados, imbuidos de la ética del servicio público-, el papel de Campbell en la preparación del famoso informe secreto presentado en 2002 sobre las armas de destrucción masiva iraquíes habría causado un escándalo. En la era del populismo manipulador, en la que manipulación y política forman una red perfectamente integrada, Campbell, o sus sustitutos, forman ineludiblemente parte del paisaje.

Existe otro paralelo entre Broadcasting House, sede de la BBC, y Downing Street. Tanto la BBC como Blair manifestaron un profundo, aunque inconsciente, desprecio por los ciudadanos a los que supuestamente debían servir. La BBC pensó que el público sediento de sensacionalismo la abandonaría si se atenía a los valores austeros de sus mejores tiempos. Blair pensó que la gente era demasiado tonta e irracional como para que la democracia deliberativa resultara viable. Visto a través de esta lente, el expediente secreto presentado en septiembre de 2002 adquiere un nuevo tinte. La conclusión de Hutton de que el informe no fue "maquillado" en el transcurso de la nueva redacción que precedió a su publicación es descabellada. Se hicieron cambios sucesivos en borradores sucesivos. Prácticamente sin excepción, estos cambios endurecieron el texto y reforzaron la impresión de que el supuesto armamento de Sadam suponía una amenaza para este país. Si eso no es "maquillar", resulta difícil saber qué lo sería.

Pero esto también se sale del tema. Las preguntas cruciales -no planteadas por Hutton- son, para empezar, por qué Blair estaba empeñado en ir a la guerra, y por qué quería un informe, del tipo que fuera. Para estas cuestiones, la exquisita casuística presentada por Hutton sobre el significado de "maquillar" y el sagaz aparte de que John Scarlett, presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, podría haberse dejado influir "inconscientemente" por Downing Street, carecen de relevancia. No cabe mucha duda respecto a las respuestas. Blair quería ir a la guerra por dos razones. La primera, porque consideraba esencial que los británicos lucharan al lado de los estadounidenses en una guerra que éstos estaban manifiestamente decididos a entablar, tanto porque redundaba en interés de Reino Unido el mantener su relación especial con la única superpotencia mundial como porque redundaba en interés de todo el mundo garantizar que el febril y ligeramente paranoico Estados Unidos posterior al 11-S no avanzara aún más hacia el unilateralismo. La segunda es que Blair pensaba que si Sadam permanecía en el poder, Irak podría adquirir armamento nuclear en algún momento futuro, algo que desestabilizaría enormemente una región ya peligrosamente inestable. Estos argumentos no me convencían antes de la guerra y ahora me convencen todavía mucho menos. Pero no son ni despreciables ni irracionales. No tenían nada que ver con el estado del arsenal de Sadam cuando empezó la guerra, pero no por eso eran peores.

Entonces, ¿por qué era Blair reacio a plantearlos? ¿Por qué se centraron él y el personal de Downing Street en el arsenal de Sadam cuando su verdadera preocupación estaba relacionada con las intenciones de éste a largo plazo? ¿Por qué fingió que su objetivo era desarmar a Irak, cuando realmente se trataba de apuntalar la alianza angloestadounidense? ¿Por qué expuso a sus maestros espías a la inmisericorde luz del día cuando no tenía necesidad de hacerlo? ¿Por qué impuso a los datos necesariamente provisionales, inciertos y desordenados, recogidos por los servicios secretos una carga que no eran lo suficientemente fuertes como para soportar, y que era imposible que soportaran? ¿Por qué hizo una defensa irrisoria de la guerra, que ahora sabemos infundada, cuando podría haber presentado una seria? De haberlo hecho, habría corrido grandes riesgos. Puede que no hubiera convencido a la opinión pública. El Partido Laborista quizá se hubiera escandalizado. Los medios liberales podrían haberlo denunciado. Jacques Chirac y Gerhard Schröder podrían haberlo amonestado. Y, horror de los horrores, tal vez se hubieran producido grandes manifestaciones por las calles de Londres. Incluso podría haber habido dimisiones en el Gobierno. Pero todo esto ocurrió de todas formas. Blair no ganó nada tratando a los ciudadanos como niños cuando debería haberlos tratado como adultos. Perdió. A pesar de los encomios de Hutton, ahora es un primer ministro quebrado. Su credibilidad está hecha jirones. Su aliado estadounidense, al anunciar su propia investigación sobre los fallos de los servicios secretos antes de la guerra, le ha puesto a secar. Ante todo, ha atizado las llamas de la desconfianza popular. Como ocurrió con Margaret Thatcher y Lloyd George, el populismo manipulador ha resultado un traidor, como siempre pasa al final. Es, de alguna manera, una historia altamente moral. Pero también trágica.

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