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Malos sentimientos

Félix de Azúa

Todo se ha dicho ya sobre el irresistible ascenso y caída de Carod Rovira; sirvan estas palabras a modo de reflexión sobre el comportamiento de sus colegas de profesión. Afirmaba el independentista que sus intenciones habían sido buenas, y así lo consideraron todos sus compañeros, incluidos los de la oposición. También la casi totalidad de los comentaristas catalanes. Quizás habría que mirar más de cerca lo que quiera decir "intención" en este contexto.

Llego con retraso a un estreno teatral. El público mira atentamente el escenario. Sobre el mismo, un hombre clava un madero a martillazos. No puedo saber si acaso la pieza aún no ha comenzado y están dando el último toque al decorado; o si se ha producido un accidente y lo están reparando; o bien si el actor encarna a un carpintero; o incluso si el autor pretende que asistamos a un primer acto que simula la tramoya de la obra. En fin, no puedo juzgar las intenciones del autor, del actor o de la obra, hasta que ésta concluya, porque el final determina hacia atrás todos los actos anteriores. Lo mismo sucede en una novela o en una sinfonía.

El segundo ejemplo es aún más obvio. Acudo al dentista, pero en lugar de salir con una muela empastada salgo operado de cataratas. O bien me he equivocado de médico, o el dentista es un óptico excelente y un falso dentista. Sus intenciones pueden ser buenas o malas, el resultado es, en todo caso, absolutamente distinto del que me prometía la placa colgada de su despacho.

Si juzgamos las intenciones de Carod a la luz del primer ejemplo, como un acto de estrategia política, el final del drama indica que sus intenciones eran malísimas, es decir, perjudiciales para todo el mundo, incluido él mismo, y sólo benéficas para los terroristas y para "Madrid", los únicos que aprecian la obra. Si juzgamos a la luz del segundo ejemplo, nos hemos equivocado de político; sus intenciones podían ser buenas o malas, pero nada tienen que ver con la responsabilidad que anuncia en su despacho de la Generalitat. Quizás sería un considerable político del PNV, formación que también le aplaudió con entusiasmo, pero poco tiene que ver con esa "vía catalana", opuesta a la vasca, que proponía durante las elecciones. Sus intenciones eran, por tanto, un timo.

De todos modos, no sorprende el mesianismo de Carod, un hombre que necesita al abad de Montserrat para andar por la vida, lo que en verdad sorprende (y asusta) es que sus colegas y la casi totalidad de los comentaristas catalanes hayan usado las buenas intenciones como eximente, en comparación, claro está, con las malas intenciones del PP. Es una comparación de patio de colegio. Las intenciones del PP no hace falta analizarlas, son claras y ostentosas. Utiliza la incompetencia ajena en beneficio propio con la amoralidad tradicional de la derecha, que por algo se distingue de la izquierda allí en donde aún quede izquierda. No dudaron en sacrificar a la Guardia Civil y a los servicios secretos para hundir a González, y es una bobada acusarles de lo que, en realidad, les define, les concede autoridad y les proporciona mayorías absolutas.

Pero, ¿por qué esa unanimidad de los políticos y periodistas catalanes en el respeto de las buenas intenciones de Carod, respeto que jamás se permitirían con su dentista o su dramaturgo favorito? ¿O acaso la tarea de los políticos está por encima o por debajo de la de un dentista, etcétera? En cierto modo, y eso es lo inquietante, así sucede en Cataluña y en el País Vasco. Los políticos nacionalistas no se consideran a sí mismos como gerentes de la convivencia cívica, ni como empleados de los ciudadanos, sino como clérigos y cruzados de una Causa. Al igual que los clérigos, están por encima (y por debajo) de sus actos: sólo son responsables ante la nación. Las buenas intenciones de estos políticos equivalen al amor a Dios y la piedad de los frailes y curas que, por muchos dislates que cometan, siempre son rescatados por sus jerarquías. La pederastia de los curas católicos no ha impedido que la Iglesia norteamericana los defendiera con uñas y dientes. Del mismo modo, cuando Heribert Barrera manifestó con ingenua honradez el fondo ultrarreaccionario de su nacionalismo, el colectivo de la Causa le arropó protectoramente. Los niños atormentados por curas pedófilos carecen de importancia para los obispos católicos; los inmigrantes humillados por un xenófobo son un elemento secundario para el colectivo nacionalista; el sufrimiento de los vascos condenados a muerte es algo trivial frente a la Causa Nacional.

El monolítico gregarismo de los nacionalistas impide llevar a la práctica una política racional, rigurosa con las responsabilidades individuales. De ahí que la elección de altos cargos durante veinte años de nacionalismo pujolista no dependiera de su competencia, sino de su afección al régimen. De ahí también que los resultados prácticos fueran cada vez más decepcionantes y creciera la desesperación nacionalista, a la cual se la suele llamar "radicalización". Los fundamentalistas no crecen al amparo de la injusticia (muchísimos pueblos sin fundamentalistas sufren todo tipo de injusticias), sino de su propia incompetencia. Suponíamos que la izquierda podía ser menos incompetente. Una ingenuidad.

Para evitar el declive social, la banalidad moral, o el fascismo a la vasca, sería preciso un cambio rotundo (e improbable) de los objetivos nacionalistas. Si el colectivo nacionalista, en lugar de acunarse en el sueño ochocentista de un Paraíso Catalán, se esforzara en facilitar la vida a sus ciudadanos, quizás llegaría un momento (como en el pasado) en que algunos vecinos se sintieran atraídos por el supuesto "modelo catalán". Los nacionalistas no serían menos patriotas si procuraran enmendar el abuso de los poderosos en lugar de soñar con embajadas. El mismo día en que se armó el pollo de Carod, los diarios informaban sobre algo siniestro: los inspectores de Hacienda denunciaban que el señor ministro sólo les permite investigar a los que pagan. Los políticos nacionalistas estaban demasiado ocupados salvando a un alma pía como para comentar el asunto. Ni una palabra. Pero si hubieran hablado habrían dicho que la solución es una Hacienda catalana. Como si fuéramos tontos. Observen ustedes los beneficios de bancos y cajas de ahorro en 2003. Comparen con los sueldos de sus ejecutivos. ¿Han leído algún comentario nacionalista sobre la cuestión?

Probablemente, una política sentimental era comprensible en la Cataluña semianalfabeta de los años treinta del siglo pasado. Tal es el sueño de Heribert Barrera: un país analfabeto y sin inmigrantes, el mismo que propone Otegi en La pelota vasca, una patria sin Internet y con jovencitos trepando por los montes. En países avanzados, como Alemania, la política sentimental condujo al infierno. En todo caso, en sociedades hipertécnicas como la nuestra, en las cuales los ciudadanos somos poco menos que pollos en una granja vietnamita al servicio de una producción que sólo beneficia a los más ricos, una política sentimental y de buenas intenciones es francamente suicida. No será la nación lo que nos libere de nuestra esclavitud.

Acusar de todos los fracasos a "Madrid" y a los "españoles" muestra una rotunda impotencia que acaba por justificar la sumisión. En el caso que comentamos, Madrid ha servido para que sus colegas se sacudieran a Carod de encima... echándole la culpa a Madrid. Ante semejante hipocresía más de uno habrá pensado, "pues menos mal que llegaron órdenes desde Madrid, porque si no, el catalán sería el único Parlamento europeo con un primer ministro que se va de copas con terroristas sin avisar a su presidente". Eso sí, también sería un Parlamento rebosante de buenas intenciones.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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