¿De qué país la quiere?
A ver, ¿quién de vosotras es colombiana? La quieren colombiana y con papeles. Es para una casa con dos niños pequeños". En la sala, abarrotada, hay gritos. "¡Yo soy peruana, madre!". Pero la hermana Encarna, una monja enérgica y menuda, da un golpe en la mesa: "¡Orden! He dicho colombiana, aprended a escuchar". Y con voz suave, añade: "Ya llegará, ya llegará el trabajo, paciencia". Se dirige a una chica que lleva un periódico gratuito en el bolsillo de la cazadora tejana. "Y tú, sólo es el primer día que vienes...".
La escena -unas cien mujeres latinoamericanas esperando que las contraten como empleadas de hogar- se repite cada mañana en el vestíbulo del convento de la Inmaculada Concepción de Castres, en la zona alta de Barcelona. Unas 10 lo conseguirán. Las casi 80 restantes pedirán turno para otro día y regresarán a casa con una caja de galletas bajo el brazo (donativo de la parroquia). Pero al convento también acuden las personas que buscan empleadas. Aquí mismo examinan a las candidatas, exponen sus preferencias (papeles en regla o no, experiencia, edad, y hasta país de origen y peso), eligen y, a veces, ya se las llevan.
La escena -unas cien mujeres latinoamericanas esperando que las contraten como empleadas de hogar- se repite cada mañana en el vestíbulo del convento de la Inmaculada Concepción
"Las recién llegadas creen que mintiendo les será más fácil encontrar trabajo. Por ejemplo, matan a su marido o hijos porque suponen que es mejor decir que están solas", explica la monja
Hablar con sinceridad
La hermana Encarna no deja de atender llamadas: "¿Y no ha venido a trabajar? Mire, es lo que les digo. Que si no están interesadas lo digan, pero les cuesta mucho el hablar sinceramente, y mire que se lo predico. Tenemos que meternos en la cabeza que es otra cultura. Cuando no les interesa el trabajo, no van y ya está. Ahora mismo se lo voy a decir a todas. Sí, gracias a Dios no son todas así, si fuesen todas así... Sí, sí, sí. Y todo perfecto y todo bien, y va y no se presenta. Sí, le mandaré a otra persona. Ay, Dios mío, voy a ver. De acuerdo señora, ¿eh?". Cuelga el teléfono y se dirige a una de sus ayudantes; una chica ecuatoriana muy joven que come galletas de las que han repartido. "Es que es lo que os digo. Que no habláis claro. Hay que portarse bien". Se levanta y se dirige a todas: "Atended, porque es importante. Una no se ha presentado a trabajar". En la sala hay murmullos exagerados de desaprobación. "Que hubiera llamado, madre...", exclama una chica con un bebé en brazos. De nuevo, se oyen súplicas ("madre, mándeme a mí"), y, de nuevo, la religiosa golpea la mesa: "La que vaya tiene que saber llevar una casa y cuidar a un niño enfermo de ocho años. Pagan 660 euros".
Esta vez los murmullos son de admiración, y una mujer, a mi lado, me aclara que este precio es el máximo que se suele pagar por el trabajo de interina. Se llama Rosa Trujillo, es peruana, lleva 10 años en España y trabaja por las noches cuidando a un anciano y por las mañanas limpiando casas, pero en sus horas libres ejerce de voluntaria con la hermana Encarna. "El drama", me explica, "es que la mayoría de estas mujeres han sido educadas para la sumisión y el machismo. Vino una señora el otro día a pedir ayuda. Su marido se la trajo del Perú con los niños, y, una vez los tuvo instalados, se volvió a Lima con otra. Muchas mujeres acudimos aquí, porque en una agencia de colocación se llevan parte de tu sueldo, que ya es escaso. Y otro problema es que las recién llegadas creen que mintiendo les será más fácil encontrar trabajo. Por ejemplo, matan a su marido o hijos, porque suponen que es mejor decir que están solas".
Alguien llama al timbre y la voluntaria que come galletas corre a apartar a las mujeres que se agolpan en la puerta. Un grupo de tres personas formado por un matrimonio joven y una mujer rubia y bien parecida vienen a buscar chica. Con rapidez, la voluntaria les alcanza sillas y cierra la puerta de plástico, en forma de acordeón, que separa el despacho de la sala de espera. "Siéntense, señoras, siéntense", las invita la monja. La mujer bien parecida sonríe: "Hermana, tenía muchas ganas de conocerla. Tengo una colombiana que me mandó usted y estoy muy contenta. Y ahora le traigo a estos amigos que viven fuera y esperan un bebé, están muy embarazados...". Los dos miran a su alrededor y sonríen con caras afligidas. "Sí que hay gente... cuanta gente...", murmura ella. "Pues, no quiera saber las que se han quedado en la calle...", exclama la hermana. Y enseguida, expeditiva, les pregunta cuánto están dispuestos a pagar. El marido aventura la cantidad: 600 euros. "Hombre", protesta la monja, "si pudiese ser un poco más... ¡Con tres niños...!". El marido sube a 650 y la hermana se encoge de hombros: "Eso como quieran ustedes. Ustedes viven fuera de Barcelona y aquí ya se está pagando eso por una interina. Y dos medias pagas. Y un mes de vacaciones. ¿De qué edad la quieren?". La amiga interviene. "Yo lo que les he aconsejado, hermana, es una chica que ya sea madre". La hermana lo apunta en la libreta. "Bien, ¿y el país?". La amiga vuelve a intervenir. "Pues, como yo estoy tan contenta de Colombia...". Esta vez, la monja mueve la cabeza: "Colombianas, hay pocas. Y que no sea muy mayor, ¿no?".
La entrevista
Abre la puerta corredera y sale en busca de la candidata. "Es muy duro, muy heavy", murmura la mujer embarazada. Y al oírle, la voluntaria que come galletas exclama: "Y algunas tienen cinco meses aquí y no encuentran nada". Pero la religiosa ya vuelve con la elegida, ecuatoriana, que se sienta frente a los tres para la entrevista. Mientras contesta preguntas (si tiene hijos, la profesión...) detiene los ojos en un cuadro, recuerdo de Guayaquil. Al lado de éste hay una tabla de madera en relieve en la que se lee: "Sufrir callando con la sonrisa en los labios y la angustia en el corazón es la suprema elegancia del espíritu". La conversación dura poco y la candidata es devuelta enseguida a la sala de espera. No ha sido aceptada porque cuida de sus suegros y no puede dormir fuera de casa.
Llaman a la puerta. Esta vez entra una señora con abrigo de piel y guantes negros de cuero. Es voluntaria y viene a dar una charla ("sobre comportamiento", me aclara la monja). Empieza por aconsejar a todas las mujeres que no le mientan a la hermana, que lo hace todo "por el bien de ellas". Luego explica cuáles son los derechos de los inmigrantes, como el derecho a la Seguridad Social. En el fondo de la sala, alguien replica que no es cierto. "Sí", contesta ella con una sonrisa. "Yo he ido a informarme, vosotras no. La Seguridad Social es un derecho humano que tenéis". Mientras prosigue la discusión, la voluntaria que comía galletas coloca el teléfono móvil en el alféizar de la ventana y comprueba si allí tiene cobertura.
La intermediaria
DESDE EL AÑO 1990 la hermana Encarna, de la Orden de la Inmaculada Concepción de Castres, pone en contacto a mujeres que buscan trabajo con familias que buscan empleadas domésticas. Lo hace sin ánimo de lucro, aunque acepta donativos de las contratantes; un dinero que destina a los gastos de teléfono derivados de las gestiones y a pagar la pensión de algunas mujeres sin techo. Consigue unos 600 euros al mes. "Hay señoras que son tremendas", cuenta. "A veces te llama una para que le mandes cuatro chicas y así poder elegir a la que más le guste. A la más guapa. ¿Cómo le voy a mandar a cuatro chicas para que elija? Te pueden pedir cosas como 'que no esté gorda'. Y alguna te viene aquí, te pide dos chicas y te promete que les pagará 600 euros; pero luego, a solas con ellas, les dice: 'La que quiera trabajar por 400 euros es la que se queda'. Pero son minoría. Igual que las chicas que roban o son informales son minoría. El otro día me vino a ver una ecuatoriana a la que le había conseguido un trabajo. Me enseña el teléfono móvil y me dice: 'Mire, hermana, los mensajes eróticos que me manda el señor'. Así que le dije al señor. 'Si usted manda mensajes a los teléfonos, va a ir a su señora". Se ríe. "Tengo que ser dura, porque si no, entre unos y otros, es que me comen viva".
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